10.31.2006

El Mástil



Dos veces intente armar ese mástil, tres si cuento el “prefabricado” que me regalaron mis amigos y que deseche de inmediato por su considerable peso.
Claro, una guitarra con la firma de un luthier; hecha a medida, con maderas elegidas y ciertos micrófonos, no es nada barata; es más, un artesano me tiró un precio cercano a los 3000 pesos y la verdad, reculé. Pero como soy un amigo de las propias manufacturas, no le iba a tener miedo a un poco de madera y soldaduras electrónicas.
“Un poco de madera con forma” eso pensé hasta que me topé con el mástil, el cuello del instrumento y la parte más compleja. Donde recae la mayor atención y destreza a la hora de cortar, medir y, por supuesto, elegir los materiales.
El primer intento fracasó por un error humano, mala elección de sustitutos. Use una cola sintética para pisos de madera y cuando la temperatura cambió, el diapasón (donde uno pone los dedos, digamos) se infló de forma bastante desagradable. Y quedó así, inamovible, como una loma de burro de madera muy fina.
Para la segunda vuelta, conseguí un pote de cola vinílica para luthería, de casi 1 dólar el gramo. Corté todos los ángulos, la cabeza del clavijero, el anclaje con el cuerpo de la guitarra. Y cuando me predisponía a pegar el diapasón con el cuello del mástil, sonó el timbre.
Cuando abrí la puerta se alzaba ante mí una figura oscurecida por sus antepasados, enorme su altura, anchos sus hombros. Sostenía un espejo de calidad reprobable con marcos de pino teñido, con filosas astillas todavía visibles. Aferraba los bordes con manos de dedos gruesos, cortajeados por la carga rústica y sus brazos como ramas ennegrecidas dejaban ver el movimiento continuo de los músculos del brazo... entonces, habló:
-“¿No quiere comprar un espejo don?” (Una voz absurda, aguda y penetrante como la de una nena histérica de 6 años)
-No, no, gracias, por ahora no.
Le contesté tratando de contener la risa, por dentro el respeto por su fisonomía se había ido al diablo, así como cualquier compromiso de compra.
Entré a casa y me di cuenta, horrorizado, que había olvidado el pegamento destapado. La punta del aplicador era una masa babosa de consistencia desagradable, tan difícil de sacar que me recordó esos chicles que tiran los graciosos en la calle y que después piso cuando están calientes y me siguen por cuadras y cuadras. Un poco de ayuda de unos clavos y paciencia.
Me traje unos pesos del taller y al fin pude pegar las tablillas. Costó un poco alinear los ángulos, sobretodo por la viscosidad del pegamento, porque las tablas deslizaban entre sí. Al fin quedó firme, le puse los pesos arriba... y otra vez el timbre. Estaba saliendo tranquilo, hasta que se me cruzó una silla y terminé mirando de cerca el piso de parqué.
Afuera esperaban dos mujeres, una muy bonita, la otra parecía salida de una historieta que leía de pibe, La cosa del Pantano. Mismo color, textura y, supongo, aroma. Ese día el calor era notable.
Con algo de experiencia uno sabe lo que significa que dos mujeres, una joven y otra más veterana, con polleras y sonrisa de relaciones públicas te toquen el timbre. Te quieren vender a Dios.
Sería más practico si solo dijeran: “Hola, queremos venderle una nueva forma de ver a Dios y de leer las escrituras... ah y viene con este buzón de regalo”. Sin embargo la practicidad no es moneda corriente en estos días y me hacen el discurso largo. Con su mejor cara de Póquer me relataban en tono suave como sus dogmas eran mucho mejores que los míos y que ellos eran dueños de la verdad “porque sí”. Se quedaron un instante mirándome hasta que preguntaron.
-¿Te podemos dejar un folleto para que te acerques a una reunión?
-No, no, no. No me rompan las pelotas, estoy pegando unas cosas, estoy O-CU-PA-DO. Son las dos de la tarde, se me van a insolar. Por favor, sigan su ruta y olviden a este laico individuo.
Entre, subí las escaleras. Miré la mesa donde estaba trabajando. Salí, puse agua para tomarme unos mates y después me quedé sentado un rato a lado de la poco estética cruz que formaban el diapasón y el resto del mástil.

10.09.2006

Problemas Temporales

El movimiento de las agujas me parece un insulto del cielo. En las horas de tedio, cuando el cuerpo esta viciado por las toxinas, ellas van y vienen, rebotando eternamente entre dos malvadas líneas, prolongando los segundos al límite del infinito. Pero en los momentos de gozo, o en tareas que pueden aprovechar ese desfase espacio-temporal; ahí Cronos se divierte, acelerando el tiempo, pateando al sol para que se mueva más rápido, ¡girando el planeta de forma que los animales casi salen expulsados al espacio! Suerte para ellos que inventamos la gravedad…pena para nosotros, porque también inventamos a los dioses.
Las dos de la tarde aprieta en mi muñeca, y el sol lo confirma al lanzar plasma contra nuestras vidas, quemando con la llama de un soplete. Mejor sería decir, que es el calor de una forja, pues el martillar continuo del reloj me aplana y deforma, los golpes me sacan chispas. ¡Dos y cuarto! ¡Son golpes de minutos, no de segundos! Recién termino el martirio diario con los adolescentes que anhelan las campanas, el pitido oxidado que finaliza su cotidiano aprendizaje. No veo la hora de llegar a casa y ser uno con el piano, acariciar el marfil imitado, sentir la caricia de la madera espejada que me saluda con mi cara.
A dos cuadras asoma su cara cuadrada el colectivo. “Si me apuro lo alcanzo”, pienso. No, no, no, errado mi razonamiento. Es que una tormenta eléctrica en mi cabeza, lanza relámpagos. Los rayos y los truenos bajan por la espina, hasta las piernas. Les dicen, avisan, ordenan que ayuden al avance, “¡a correr!” gritan. Pero deben estar en huelga, porque apenas caminan. Sostienen el suave andar del paseante.
Por los rombos de laja y cerámica transita mi cuerpo; tranquilas las extremidades, en un vaivén hipnótico. La cabeza, como escuchando músicas paganas, entre giros espasmódicos, movimientos histéricos de un lado a otro, y de atrás hacia delante, queriendo acelerar el paso, inútilmente. ¿Se me habrán cruzado los cables? ¿Tendré algún virus adentro?
Un vehículo ya se fue, otro pasa sin que pueda hacer nada para detenerlo. Afortunadamente no es el mío. Lleva un cartel que dice “Atrás viene el Tuyo”…mmm, no, me habré confundido, seguramente decía “A Tigre por Cuyo”.
Ni bien piso la sombra que proyecta la parada, las piernas entendieron lo que les venia exigiendo hace 200 metros y frena mi caída la espalda de un viejo cara de lechuza, quien me apuñala con una mirada de odio, por haberlo sacado de sus fantasías con ratones de campo.
¿Por qué el sol tan bajo? Si son… ¡Cinco menos veinte! Ah, ahí se ve la figura acartonada recortando el horizonte asfáltico que crean las lomas. El bondi se acerca con marcha arrabalera, y aunque se mantiene a distancia del camino floreado, una serpiente amarilla se estira para morderle una goma. Herido, el animal emite un bufido y arrojando un pasajero por la puerta trasera, se da a la fuga. No me para desde luego, y el cartel proclama “no vuelvo hasta enero”.
¡Que fastidio! Para llegar a casa me tomo un tacho, naranja y negro, que de velocidad tiene todos los records. Cuyo conductor, daltónico, confunde verdes con rojos.
Cuando entro al edificio dejo escapar un suspiro, largo, que saca aire vaya uno a saber de que hueco. Una nota pegada en la heladera lo corta al medio.
“Me voy con las chicas al Gym, pasa a buscar a los chicos.” Las chicas…45 años, las chicas. Aunque parece que el sol se irguió de nuevo, esto seguro me corta la práctica y composición vespertina. Si no le presto más atención a mi piano, me va a dejar por otro músico.
Los pibes rebotan contra la tapicería de la camioneta, y en lo alto ya la luna es una horma de queso amenazando con aplastar las nubes. El cerrar de la puerta coincide con el primer alto de la luz roja, que titila amagando con cambiar y se caga de risa por dentro. Pienso, mientras en la calle se agolpan y se empujan una cantidad ficticia de automóviles y ciudadanos estresados, que tengo que alimentar a las fieras cuando llegue; y peor aun, el reclamo de las evaluaciones de la jauría adolescente. Y en lo alto ya la luna es una horma de queso amenazando con aplastar las nubes.
En casa me esperan tantos chicos como teclas de mi música, tantas horas como pueda robar al sueño.