11.21.2006

San Javier (primera parte)

Hoy, si caminas por las calles de algún suburbio, bajo el sol del verano, en horas donde se agrieta el hormigón armado y las coloridas, gastadas, troqueladas baldosas. Probablemente no encuentres más vida que la de los árboles y flores, mascotas y aves. Pero no chicos, ya no. Ahora viven entre paredes con vientos mecánicos y falsas primaveras blancas. Y ven las horas de enero, febrero y marzo pasar frente a las pantallas más variadas, inmersos en la piel de algún mercenario, mago. Atropellando gente para robarse un auto, o matando humanos y seres en guerras, para el gobierno norteamericano. No me quejo, yo mismo disfruto cada tanto de alguna aventura virtual. Sin embargo hay peligros más reales y valederos en la imaginación (hoy en desuso) y en la visión distorsionada de la realidad, que tiene un niño ante situaciones y hechos que no comprende demasiado bien y donde sus formas de comparación caen en un pozo sin forma. Donde el fondo, desconocido, esta seguramente plagado de cocodrilos y filosos picos de granito.
Probablemente los pibes de esta época se cuestionarían sobre mi inteligencia, y mi capacidad mental, o directamente reirían ante cada sorpresa que deparaban las misiones de peligro incuestionable que llevábamos a cabo hace 10 años.

1997, en las impenetrables costas del Río San Javier. Cuatro amigos explorando cada centímetro de monte, costa, arroyo y lago, todos unidos bajo el solo propósito de conocerlo todo, de ver animales y no huir ante los más intimidantes. No teníamos rangos de jerarquía, esas pelotudeces no existían para nosotros, éramos como hermanos, más que eso. El amor familiar no se elige, se acepta. La amistad es un lazo de lealtad donde se puede perder la propia vida en sacrificio por el otro.
Enfrentarse con las zarzas espinosas, las pajas bravas y los árboles de espinillo era lo primero, y como se trata de objetos inanimados, la tarea es un juego de niños. Nos enfundamos en pesados mantos camuflados. Es verdad, más aptos para el furioso verde amazónico, que para los pardos montes. Cumplían su objetivo al resguardar nuestro cuerpo de aquellas afiladas hojas y aceradas espinas. Claro, había que consumir mucha agua y caminar solo a la sombra de los nogales para evitar el sofocamiento y la insolación.
El trato con los animales era distinto. Si podíamos levantarnos con los primeros rayos del sol, era una marcha obligada recorrer las costas de la laguna que se unía con el arroyo de las Cruces y el Río San Javier. Allá encontramos una mañana un yacaré con sus fauces abiertas, brillando con reflejos de musgo y aguamarina. Atrayendo la energía lumínica como una celda solar viviente. Estaba ahí, inmóvil, como nosotros al encontrarlo, indefenso, aterrador, aletargado, acorralado en la inmensidad del campo por su sangre helada. Con su boca abierta en un ángulo que no parecía posible; un pequeño cocodrilo que para nosotros era un dinosaurio durmiendo. Y así pasamos a su lado, con la seguridad efímera de nuestras primitivas armas.
Siempre que recorríamos las costas ocurría un hecho similar, porque las serpientes y los reptiles necesitan sustento diurno, del amanecer soleado más que del alimento sólido y líquido. Comprendimos con el pasar de los días que nosotros corríamos menos peligro que ellos. Y, aunque siempre armados con los machetes y una fija (suerte de lanza con dos espigas), pasábamos tranquilos muy cerca de los lagartos oberos y los ofidios. Hasta vimos muy de cerca de una yacaniná de más de 4 metros enroscada en una rama y a una cascabel con su cara inmóvil sobre el vaivén continuo del agua. Recuerdo que hermosa parecía en ese momento. Las diminutas gotas en sus escamas y el dibujo de luz espejada cambiando, jugando, bailando en su cuerpo. Estática ella en los momentos de un sueño sin palabras, lleno de grises, rojos y muchos otros olores.
El primer fin de semana (en realidad el nombre de los días perdía su significado en ese lugar) salimos a navegar con el bote del dueño del campo. Una embarcación sin ningún lujo, empujada por un motor Villa de 5 caballos, lento, gordo y perezoso; que se quejaba todo el tiempo por llevar tanta carga a lugares que no le interesaban. El casco azul gastado y largo se deslizaba casi contra la voluntad de la corriente, esté a favor o en contra.
En ella recibimos a la lluvia inesperada y a los vientos cálidos del norte que levantaban aguas y direccionaban camalotes. Fue en esa tormenta de verano que tuvimos la primer situación real de riesgo, con miedo y hasta un herido.
En pleno zamarrear del viento, el choque de las olas hacía imposible el dominio de nuestro móvil acuático. Y, si bien no nos hubiera servido de mucho, casi tiramos por la borda a Santiago, quien había olvidado cargar el ancla, la carnada y los turrones (esto último, rozando lo imperdonable). Conseguimos, a fuerza de remo e improperios acercarnos hasta la costa de uno de los numerosos islotes que se repartían por el Brazo de las Cañitas. Juan Pablo estaba en ese momento en proa y, como el reflujo del agua hacia muy difícil mantenernos pegados a tierra, tuvo que extender su mano para aferrar una protuberancia vegetal de la misma y así asegurar nuestro futuro fuera del agua. Lamentablemente para él cerró su mano en un puñado de Apayán, unas plantas que usan bordes afilados y cáusticos para evitar se comidas por los carpinchos y los cervatos. Nos desprendimos de la margen al tiempo que un grito de dolor apago el escándalo del Villa, que ahora nos auxiliaba con vehemencia. JuanPa, el más recio del grupo, lloraba y apretaba sus dientes bajo el peso del dolor, del fuego que se comía su mano. El puño no parecía tener bordes visibles, cerrado con la fuerza de la herida.
“dejame ver JuanPa, dijo mi viejo que esto hay desinfectarlo al toque” Casi gritando dije esas palabras, el ruido del motor, del viento y las olas contra el casco era ensordecedor.
Con su rostro asediado por lágrimas, pero lleno de valentía en su mirada descubrió su palma. Los cortes, los recuerdo horribles, tiras de piel colgando, fileteadas por una navaja verde y la carne blanca, sin sangre. Parecida a la del pescado. Limpié la herida, sucia por tierra y pasto, con algodón y nafta. Me sentí casi cruel por someter a tal suplicio a mi mejor amigo.

11.14.2006

Mástil sólido, de una sola pieza.

La idea de hacer un mástil de una sola pieza, surgió de la necesidad de eliminar el punto y los tornillos de anclaje. Estos agarres son, a veces, una complicación a la hora de afinar, setear y alinear durante el ensamble final del instrumento. Haciendo un mástil fusionado con el cuerpo se gana estabilidad, sonoridad y se puede omitir el uso del "alma".




Trabajando en la curvatura del lomo, en el ordenadísimo taller de mi abuelo. El Viraperé es JODIDAMENTE duro!!










Afine hasta 22 mm el total del grosor del cuello; asi tiene un grip más cómodo.



Para el cuerpo consegui Cerejeira (Oak, Roble Americano), algo más liviano que las maderas regulares. Veremos que sonido extraño genera...