11.22.2007

Poesia

Ciudad Asesina


Capital ajetreada y paranoica,
transeúntes de carne, hueso, traje y corbata.
Viajes en monstruos que sudan grasa.
Transporte urbanos que con negros humos mata.

Ayacucho y Córdoba, caminantes ciegos,
Corrientes y Callao, caminantes apurados.
Algunos cruzan por los puentes hasta las veredas,
otros prefieren pasar por el mar de brea.
Los Tachos chillan ante semejante osadía.

Consumo masivo en las ciudades;
hoteles, cines, cafés, bares.
Ni fábricas, ni artesanos, ni editoriales.
Solo edificios carcelarios de oficinas,
donde desgastan gente las multinacionales.

Olores extraños, combustión y grietas,
iglesias y casas de vidrio y piedra.
Diarios y revistas en cada esquina.
Entre torrentes de hirviente líquido amargo,
ulceras calvas compran por la primera plana.

Contaminante Buenos Aires, gris veo tu cara.
En las plazas estresadas no quedan pájaros,
las palomas ciudadanas sin corbatas
vuelan de antena a antena, sobrevolando desesperanza.





El suelo asfáltico es una lija oscura
que desgasta los pies al andar.
Gotas de lluvia ácida queman tu pelo,
se entumece el pensamiento al respirar.
La Metrópolis se alimenta sin dejarte escapar.


Unas Lámparas de gas moderno
flacas sombras se deslizan.
Los postes, semáforos, árboles,
se congelan en la noche porteña.
Cuando brillan estrellas artificiales.

Promesas vacías en la Costanera,
superficial engaño social.
Vuelan mentiras con alas de neón.
Hombres tristes descargan barcos,
sus brazos esperan el alivio postergado.

Hormigas nocturnas y sonámbulas
caminan tras la dulce carnada.
Carruajes bicolores que cuentan historias,
un ruido constante que se hace silencio.
Mendigos durmiendo sin sueños.

En las sucias esquinas olvidadas
se arremolinan los temores humanos.
El Robo con rápidas y viles manos,
los ojos del Homicidio observando;
Lujuria ofreciendo carne a buen precio.




Sin vida, sin luces reales,
la ciudad desierta no duerme,
espera que el movimiento se acelere;
espera que le gente despierte.
Ella de noche también sueña.


El rocio baña los pastos,
agita las copas, la brisa rioplatense.
El latido mecánico de los relojes,
cambia los colores del cielo.
Los espejos desvían la atención,
reflejando amaneceres probables.

Los trenes serpentean de nuevo.
Cartoneros y mendigos desaparecen.
Papeles, infusiones circulan entre los seres.
Y el cemento absorbe toda la sangre,
como el intestino de un vampiro gigante.


Pájaros Suburbanos


Eleva la chicharra su canto a los cielos
y el sonido aserrante inunda la plaza.
También se hacen presente los zorzales
silbando con afinadas canciones,
con letras de amistad, juego y alas

Frente al Paraíso aterrizan los gorriones,
escandalosos habitantes del bosque suburbano.
Corren torpemente escapando de los niños
para remontar vuelo al recodar su especie
y saber de sus plumas al volar

Entonces llegan los Horneros al lugar
abandonado por los pequeños humanos
Recogen ramas y hojas, agua de la fuente.
Al final vuelven al árbol a construir un hogar.
Piedra, barro y música de aves vecinas

Los pastos no se inquietan ante el viento
ni al batir de aire de plumas multicolores
Hay alas dibujando figuras entre obstáculos,
escribiendo letras olvidadas de lenguaje animal
y las palabras hablan de libertad

Chingolos y Tacuaritas saludan al caminante,
iluminan el día con sus brillantes ropas.
Aun cuando grises son sus cuerpos,
el sol brilla en los pechos de algodón.
No hay lluvia en los corazones



Son los días de octubre en Pacheco,
hasta los chimangos parecen amistosos;
pero mantienen el porte altivo,
herencia de águilas y halcones extintos.
No hay lugar para temores en primavera

Las palomas sufren sin embargo
se ven rodeadas de bulliciosa compañía.
Añoran la tranquilidad de otra época,
prefieren una residencia exclusiva
y alimento de señores mayores y novios

Con la caída de la noche se retiran.
A distintos árboles vuelan en silencio,
se despiden con tenues silbidos.
Sin canciones de cuna, a dormir van
los pájaros de mi ciudad enceguecida


Ver

¿Qué ven tus ojos cuando se posan en los míos?
La mirada perdida, es buscar lo imperceptible.
La mirada fija, es querer pasar las máscaras que usan.
Hay otras formas de ver.

Hay una calandria, que todos los días se para en el balcón, frente a mi ventana. Nunca puedo fotografiarla.

Vivo rodeado de pájaros, muchos, variados. El Zorzal de pecho colorado, las calandrias con sus colas pendulantes, Tacuaritas minúsculas que cantan con trinos brillantes. Humildes horneros y gorriones. Algún Chingolo, Carpintero o Picabuey extraviados.

Muy pocas palomas.

El ojo de mi cámara no las capta,
sus fotografías quedan impresas en mi retina.


Luz Fría

El faro que ilumina las calles se enfría,
sus luces doradas no calientan el aire
y las gotas desaparecen en la luminosidad.
El faro espera el camino, no lo vigila.

Las voces se disipan en la vereda.
El destello de reflejos oculares corta el aire,
sacude las hojas de los plátanos erguidos.
El sol artificial opaca a la luna y las estrellas.

Se olvidan verdes, azules, amarillos y blancos;
crece el negro, en sombras largas sin deseos.
Y los caballos corren por el gris terreno.
Sus mentes confundidas; sus ojos, ciegos.

Con el cuerpo de hierro, se para firme.
Enciende su espíritu inventado, lo quema
y ofrece su alma a los hombres indiferentes.
El Faro invisible, de mágicas luces frías.

Ilumina el sendero que no se ve en la noche.
Ilumina las vidas que no reconocen el día.
Ilumina mi camino.


Ich vermisse sie


Una emoción, un sentimiento, que cava profundo en mi pecho.
Es tan hermoso como angustiante. Dulce y amargo.
En el paso del tiempo.

Cada segundo, en latidos, sin respiración.
La espera es apnea, que me oprime, me deja inmóvil.
Para eso, por eso; calma...

La ventana de vidrio mira, con múltiples caras.
Fuera las gotas de sol se cuelan por los burletes,
y mueven las ramas, mis suspiros.

La luz me llena, con calor y brillo.
Ciega todos los ojos, en la espera; pero respiro.
No hay nadie pero si sol.

Alucino.
Al final tanto sol, luz, primavera, foco, olvido,
el amor me da ojos, un lado invisible.
Los ojos del corazón te ven, cerca.

Y la vigilia termina, cuando llega el sueño despierto.
Ich vermisse sie

11.15.2007

Komei Juku Iaijutsu Argentina 2007 y la venida de Sekiguchi Sensei

El jueves 1/11 casi no pude dormir. Una cabeza llena de ansias y expectativas no me dejaba conciliar el sueño. Y esa emoción, esa espera fue el fruto de las constantes referencias y anécdotas de años anteriores que escuche de boca de mis compañeros, en las prácticas de preparación mensuales.
El viernes me levante, solo de estar recostado mirando el techo, con un dolor horrible en todo el cuerpo, un latido en la cabeza y una congestión nasal tan aguda, que el día anterior tuve que cauterizarme para no andar salpicando sangre en el dojo. Así, con 38 amigos de fiebre, me encaminé a Vicente López.
Vi a mucha gente conocida y a otros que tuve el privilegio de conocer en el mismo momento que cruzaban el umbral de la cancha de fútbol 5. A modo de bienvenida, a más de uno pedí ayuda para mover los arcos o trapear.
Las primeras horas las dio Moriya Sensei, quien cayó con su buena cuota de Suburi y Seigo Giri y Tate Iza, para ir precalentando. Debo decir, que casi me prendo fuego y muero calcinado. Por esos momentos, comenzaba a preocuparme mi integridad física.
Sekiguchi Sensei llegó cerca de la hora del almuerzo. Se presentó con amabilidad y alegría frente a todos. Pronunció unas pocas palabras, como antesala de lo que venía. “Los objetivos de este año son: Aprender a aprender, Aguantar lo inaguantable y Amar lo que se hace”.
Aquello que vimos los tres días de seminario general, y los 4 días siguientes, contando el de principiantes, no vale la pena describir. La cantidad de técnicas, formas, movimientos, aplicaciones y variantes fue tan extensa como entretenida. Me quedo con tres momentos, eso si, que me quedarán grabados para siempre en la memoria:
· Le pregunté a Moriya que haianuki estábamos haciendo y me contesto “Bangai”


· La súper ronda gigante donde pasábamos a hacer ukenagashi. No solo me quedan recuerdos de lo impresionante que era tener a la gente que se te venia encima, también fue el primer elogio que recibí de parte de Sekiguchi. Y fue una imagen impagable ver a Moriya Sensei y Sekiguchi Sensei haciendo el mismo gesto, con las manos alzadas y los pulgares arriba.


· El haianuki de chuden y las repeticiones de Mon Iri (90 y 70 dependiendo del grupo)

La práctica fue intensa. No imposible, pero si muy exigente, aunque creo que eso dependía de que tan duro fuera uno consigo mismo. A menos que fuera algo muy particular y Sensei te agarra para corregirte. Sin embargo puedo decir que nadie, o casi nadie se tiró a menos y todos dieron su mayor esfuerzo para comprender muchas cosas nuevas, tanto por ser la primera vez, o más difícil aun si se trataba de cambiar hábitos ya adquiridos.
Pero la práctica no era lo más importante, tenemos todo el año para hacerlo. Lo maravilloso era poder compartir el momento, lo grandioso era escuchar, ver, sentir a Sekiguchi. Esa forma de explicarlo todo rompiendo la barrera del idioma. Porque nadie entendía japonés, y menos a esa velocidad y verborragia; en palabras de una chica que nos tradujo unos momentos: “fue increíble, el bajo su nivel de japonés para que yo pudiera transmitirles lo que quería decir de forma más clara”.
La forma de moverse me sorprendió desde el primer momento. No tiene formas duras, es todo armonía, y a su vez, parece pivotar sobre la cadera, como un giroscopio sobre múltiples ejes, sus pies se deslizan sin fricción y el cuerpo sigue con un vaivén apenas perceptible. Es una fusión de postura correcta, de elasticidad, movimiento, firmeza. Como el Te no Uchi, no había fuerza bruta ahí, no había presión. En reposo las manos sostenían el sable, apenas, como acariciando el tsuka. Sabíamos, sin ver con certeza y precisión, que las manos solo se cerraban en los momentos de contacto, y luego volvían a tomar gentilmente, en descanso. Esas manos denotaban una vida de castigos físicos, entrenamientos rigurosos de los que dio nota en algunos comentarios, pero con tanta dureza no perdían la suavidad de un interior calmo y suave. Total armonía y conjunción de movimientos, que quedaba impresa es su forma de envainar, en ese difícil Kissaki Noto, que para él era un solo fluir continuo.
¿Cómo un ser puede expresar tanta alegría inocente a semejante edad? ¿Cómo tiene espacio para ese infante que sale a flor de piel cuando ríe y sus ojos desaparecen en líneas de piel entre ajada y tirante? ¿Hasta donde la imagen distorsionada de lo que debe ser un líder nos impide ver a un gran maestro?
No hay soberbia, no hay necesidad de modestia siquiera. Su humildad no se cuestiona, no existe. Sekiguchi no obra con humildad, obra con sinceridad. De todos los preceptos del bushi, aquel con el que me siento más identificado, es el que más fuerte sentí en él. Makoto. Las palabras, las acciones, la actitud, eran parte de lo mismo, nunca una contradicción.
Cada vez que nos corregía en algo, se adaptaba a nosotros, al nivel que manejábamos, y sabía cuando lográbamos algo. Por eso daba, pero no regalaba, elogios. Y es que observándolo sin ojos, a él y a mis compañeros, termine de cerrar una idea que tenía del iai. Que la practica es para nosotros mismos, que no hay comparaciones. Solo mejoramos con respecto a los pasos anteriores. Quizás “Aprender a aprender” también sea a muchos niveles. En estos días todos fuimos Dohai en algún momento. El saber que no importa los años de entrenamiento, incluso el soke, sigue siendo un alumno, y que todos aprendemos de todo, de todos. Sería trivial decir que solo se deja de aprender cuando uno muere, hoy pienso, que hasta que el fin llegue, lo único que nos detiene somos nosotros mismos. Y que bueno que el Iaijustu nos permita eliminar aquello que nos juega en contra, si “lo” dejamos, claro.

Encontré en Moriya y en Auday la mayor de mis referencias locales. En esa forma tan clara, sincera de explicar, de aguantar, de entregarse. De ser alumnos y docentes, Sensei, Dohai, hombres, compañeros. Personas. De ofrecer algo tan simple como una palmada, una sonrisa, una broma.
Me vi inmerso en miradas de concentración sin fisuras, de asimilación conciente o abstraída. No era común ver a alguien al parecer absorto y perdido, y que luego supiera, o hallara más que el que intentaba capturar todo en su retina y mente; y eso pasaba. A mi me pasaba, y se que por lo menos a otra persona.

Los errores pasan a segundo plano, con el tiempo, tengo la esperanza que encontraré la forma de avanzar en mi camino, nunca comparándome con otros, siempre intentando ser mejor, entendiendo, haciendo, viviendo el Iaijutsu. Cuando en la cena, Sekiguchi me dio el Kanji “Iaijutsu” se me cruzó un pensamiento, al instante en que encontré esa mirada cansada y llena de vigor. “Soy Iaijutsu”. Soy lo que hago, lo que digo. Es mi forma de ser, Makoto.
Es una sensación tan gratificante que una persona como Sensei te haga sonreír. El hombre te esta matando... ¡y eso me llena de alegría! Podes relajarte y dejar que tu forma real de iai salga, se vele si es preciso. Nada que ocultar, nada que guardarse ni disfrazar. Sekiguchi no guarda nada, ese es el primer ejemplo a seguir.

A mis compañeros de Dojo, la gente de Vicente López, un agradecimiento profundo. A Salvatico, porque no se acobardó y se puso conmigo en primera fila, bien pegado al soke. A Kitashima, porque aunque si te agarraba te enterraba con su kirioroshi pasado de rosca, y se pusiera nervioso, demostraba que a veces, la actitud lo es todo, si nace de adentro. Y Noval, Luongo, Ninja Blanco (jejeje no recuerdo el nombre) a quienes acompañe en el grupo de principiantes, e hicieron todo bien, adaptándose, sin dureza, desgano o distracción.

Tengo mi cabeza, mi corazón y alma revueltos. El tornado arrasó con todo a su paso y cambio de lugar todas las cosas. Así me quiero sentir siempre, con esta libertad. Se que siempre va a estar signada por miramientos, miedos, prejuicios, adversidad. Solo pequeñísimos obstáculos.
Así llego al final de este caótico texto. No tiene orden, porque no tengo orden, no siento que haya necesidad de él. Hay tantas cosas que no puedo decir, tantas que quisiera hacer y demostrar, siempre lo difícil es empezar de cero. Precisamente, empezar de cualquier punto.





10.31.2007

Ojo

Foto: Michelle Nevares





Le ató las manos con una gruesa cuerda de Yute. Obedecía al mandato de su mente enferma, supongo, más que a una necesidad práctica. Porque esas muñecas habían abandonado pulso, calor y color, horas atrás.
Sin delicadeza la recostó, sentada. Parecía dormida. Una luz pálida, tenue, le iluminaba la cara con unos pocos rayos de luna. Abrió ojos que resplandecieron...
Solo esa luz mínima, no hay ventanas, no hay esquinas, apenas una grieta, en lo alto, filtrando el cielo nocturno. Y el sonido de una tormenta naciente, que se colaba por las paredes y amenazaba con derribar el mundo. Pero algo más fuerte que el cemento y el acero, resistía.

Se oía el silencio que existe cuando nadie puede escuchar.

Fuera de la casa, el ser de piel ajada se paseaba con caminar intranquilo. La densa oscuridad, mezcla de humedad y lamentos lo sofocaban. Pensó en la mujer que mantenía prisionera y una sonrisa tosca ocupó parte de su rostro. Cualquiera que lo viera sentiría rechazo instantáneo. No por la forma de su cuerpo o las particularidades de sus facciones, por demás comunes. Lo desagradable era la piel, un manto suelto de color blanquecino, fluorescente, superficie escamada, cubierta de hollejos y tiras secas, consecuencias, quizás, de alguna micosis severa.
Parado, el hombre resplandecía como osamenta. Con ojos vidriosos e inquietos buscaba en las tinieblas. Algo le oprimía el pecho.

Aun con la tormenta y el aire espeso, llegaban a los oídos animales, débiles llamados de auxilio. Gritos tapados surcaban los espacios ocupados por electricidad y ozono. Pero no cosechaban respuestas y se desvanecieron poco a poco, hasta que la lluvia que llegó con los relámpagos y truenos, acalló todos los rumores; excepto los del viento.
En la puerta, en el patio, en el jardín, las múltiples figuras del captor se fusionaron con las crecientes sombras, se perdieron en un velo negro.

Con los ojos vendados, maniatada, María escuchaba el azote de los vientos huracanados. El ruido de las gotas en las chapas le taladraba los huesos y corroían su pensamiento. Sentía en la piel, en las uñas, el voltaje inestimable de los rayos, las explosiones de maderas, mármoles y piedra, el estallar de los ventanales. El cabello le dolía, también los dientes.
Sucumbieron paredes, puertas y ventanas, el techo voló y se perdió, atraído por el imán del río. La niña rodó por lo que quedaba de las escaleras del primer piso. Se había liberado de los amarres cuando un soplo arrancó la viga a la que estaban sujetos (casi a costa de su brazo derecho). Aunque golpeada por escalones y escombros, pudo moverse con facilidad, salir de los confines de la casa en ruinas.
Se quitó las vendas. No halló claridad o luz alguna. Sus parpados no sufrían la presión de la tela, pero el resultado era el mismo.
La ausencia era total. Sus pies le daban un poco de sentido de espacio, en la opacidad, sentía con ellos un piso duro, de tierra seca, ardiente. El viento, la lluvia, hasta la humedad y el silencio, dejaron de ser “algo”. Solo existía el suelo, sin más dimensión que la de sus pies.


No se si giraba, con esa forma circular, era difícil saber. Me movía, eso es seguro, pero sin referencias, no era mucho más lo que sabía, acerca de velocidad, espacio o tiempo. No olvido el peso, la densidad de mi cuerpo, laxo, no sólido. Por momentos me pregunté si no era un cuerpo celeste. No creía ser tan vasto, pero emitía una luz muy tenue y propia. Por eso me encontró.
Caminaba temerosa al principio, mirando; mejor dicho, tanteando el suelo como si este fuera a terminarse en el próximo paso. No puedo decir que la haya visto, reconocido su forma, pero dejaba un aroma (aroma...en este lugar etéreo, no viven recuerdos de sensación semejante) y un resplandor de un verde confuso. Ella, mujer, buscaba algo.
Le hablé, en todos los idiomas que conocía, que aprendí en otros tiempos, ¡hasta en Arboreto y Calandrio! Sospecho que nunca llegó a entenderme, o, peor aun, a escucharme. La soledad me invadió entonces; también la rodeaba a ella. Diría que ambos estuvimos solos por eones.
Recorrió la inmensidad por completo, siempre con mucha cautela y cantando con voz nerviosa. No por eso dejaba de ser armónica, modulada y sedosa. Fue raro escucharla, pues yo no tenía oídos, o necesidad de ellos.
Tranquila vino y en paz se fue. Llegó al borde de una de las órbitas. Temí que cayera en una cúpula o en el frío mar de ébano. Para fortuna de ambos, ella supo distinguir el límite del abismo, en medio de la opacidad absoluta. Asombroso.
Suspiró, sentí todo mi ser en su insignificancia gigantesca, estremecerse con aquel sonido tan dulce. Dio un giro completo, para mirarme sin ojos, sin cuerpo. Y corrió olvidando cautelas y miedos, en un impulso ciego que encendía flamas de raros turquesas. Me traspasó a toda velocidad, como un relámpago que helaba todo a su paso. Todo lo que siguió fueron destellos arco iris, cristalinos unos, líquidos los restantes, y un plasma cálido flotando alrededor.
Cuando me tocó, supe que buscaba; quizás lo encuentre, si lo busca en su propio corazón y no en el de otros.
Ahora se, que voy a tener que esperar mucho para volver a tener compañía...mejor será seguir vigilando.

8.21.2007

Iaijutsu


Cuando entro al dojo; sea este una plaza soleada, un patio cementado, un cuarto blanco y frío, mi alma se detiene en el tiempo. Mis pensamientos desordenados se sosiegan, caen como un líquido al impactar contra las paredes de mi corazón. Y todo es calma.

Iaijustu fue el balance que necesitaba, la cara oculta que quería encontrar. Aun lo es. Poco importan los errores de mi técnica, los tiempos que maneje. La respiración me lleva a lo profundo del momento, y la postura, la fluidez y la forma correcta se van asimilando poco a poco. Sin detenerme a pensar que hago, solo haciéndolo, mitad ausente, mitad presente.
Iai es como escribir, como mirar el cielo en una noche llena de estrellas, sin luna. Iai es la música que golpea o acaricia mis emociones, es el recuerdo, la promesa, la esperanza. Iai soy Yo, son ustedes, sos vos, él. Somos todos y ninguno.

¿Abstracción? ¿Vacío? ¿Zen?

Abstracción tuve en piedras, en los cerros de córdoba mientras el sol y el agua envolvían mi mundo.
El vacío tiene una carencia que no me agrada, aunque para algunos casos y personas funcione.

Voy a seguir practicando. Para que la intranquilidad, el odio, los celos, la avaricia, la soberbia, no puedan alcanzarme.
Cada vez que esgrima el bokken, será alma y brazo.
Voy a esgrimir, a cortar el miedo y así mejorar. No solo por técnica, fuerza, entrenamiento; por amor, alegría.

Gracias Maxy por compartir el camino.
Gracias Andrés por enseñarme.
Gracias Moriya por Naginata y su fortaleza espiritual.
Gracias Michelle por practicar conmigo y ser mi referente.

8.19.2007

Morarok
















Algunas fotos de la guitarra electrica. (con la Lumix :-D)










Es la tercera que hago, y la que mejor viene. Todavia le faltan muuuchos ajustes (sobretodo a nivel cuerdas y comodidad)















  • Diapasón y cuello de una sola pieza, atravesando el cuerpo. El material es Grapia, una madera extremadamente dura. Esto le da un sonido penetrante.





  • Cuerpo de Roble Sudamericano (Cerejeira), al ser una madera semi dura y con vetas suaves, aclaran el sonido, y le da cuerpo, calidez.





  • Microfonos DS (de los buenos cheee)





  • tono, volumen y llave de 3 anclas





3.04.2007

Delirio

Una pastilla de bordes duros y angulosos se disolvía sin efervescencia en el vaso de cristal ordinario. El agua mutilaba su aspecto, arrancándole lentamente, sin piedad, pequeños trozos imperfectos y diminutos, que primero se desprendían buscando la libertad en el aire y luego desaparecían en un turbio remolino de burbujas y colorantes.
Cuando las aguas comenzaban a calmarse, el río ocre que se aclaraba hasta convertirse en un lago topacio, fue absorbido por una aspiradora orgánica; que presa del deseo, bebió hasta la última gota, dejando un desierto húmedo en las paredes de vidrio.
El hombre recostado en su roído sillón pasó una mano por sus labios, buscando limpiar restos amarillos. Mientras los hacía no sacaba sus ojos como brasas de la maquina Olivetti y de las hojas en blanco que se burlaban en silencio inerte.
Encendió un finísimo cigarrillo.

- Que gusto horrible tiene esta porquería.
No se me ocurre nada, no puede ser ¡estoy bloqueado y el domingo es demasiado largo y gris!
Es culpa de la mujer y su pendeja ¡tendría que salir y enterrarlas ahora mismo en el jardín para que las raíces las destrocen lentamente!

Las palabras rebotaron muchas veces contra ladrillos a la vista, cerámicos, cuadros y márgenes de blancos extintos.
Del éter surgió una historia de hombres miserables que no podían morir. Sintió que la inmortalidad era el peor de los castigos y que podía valerse de ello para golpetear las teclas un buen rato. Salió disparado hacia la máquina de escribir.
Un ruido a óxido lo detuvo en seco. Era un lamento corrosivo, similar al de los portones de hierro que han pasado muchas noches a la intemperie, bajo las lluvias y las hojas sin conocer el alivio de la grasa. Mas, el sonido creció de repente y tomo forma (grotesca) de voz humana. Un canto enfermizo sin palabras, apenas llevado por una armonía y ritmo torpe y desagradable. Y eran dos las voces en realidad. Iban del falsete exagerado hasta un vibrado molesto, como si se cantara a través de un ventilador.
El escándalo, el gusto violeta que le empastaba el paladar y la luz jazmín que lo encandilaba, dejaron truncos los intentos de escribir.

- A mi no me molestan los fantasmas, ni las manos de Perón. Mucho menos dos malas cantantes, lucharé contra un Tucán, si es necesario.

Intentó subir con celeridad las escaleras para poner los puntos sobre las Ies. Inmediatamente supo que se trataba de mayúsculas.
Los primeros escalones crecieron altos y se transformaron en montañas de lapacho lustrado. Tuvo que escalar para seguir.

- No podrán escapar a la retribución – presagió la voz entrecortada del escritor.

En el primer descanso, un gran mosquito de madera se posó en su frente. La escalera se alargó al ritmo de las crecientes sombras de la casa.
Corrió para no perder los pasos, corrió y el insecto inmóvil cayó sin peso sobre las tablillas, y fue uno con ellas.
Cuando casi alcanzaba el primer piso, la escalera perdió la escuadra e intentó morderlo, imitando el proceder de las serpientes disfrazadas de pasamanos.
El deseo de venganza se fue lejos, llevado por el miedo. Y así saltó desde lo alto, cayendo directo al suelo, sin escalas y con daños moderados…
…quedó unos instantes sentado en el tapiz de terciopelo rubí.
Se dibujo en su mente un cuento, hecho con recortes de sus memorias y leyendas que había escuchado de niño. Era el principio de los tiempos y seres iluminados de poder ilimitado caían en desgracia presas del deseo y la corrupción. Luego eran encerrados en el firmamento por el más poderoso de sus hermanos. Esta idea le pareció muy potable.
Esta vez no hubo cantos en la altura o aroma a colores, ni luces, ni magia. Fue hechizado por el sonar de un piano. Desafinadas las cuerdas, la caja se turbaba cada vez que el intérprete pisaba un Si. La pieza se repetía, en un loop interminable, aceleraba primero, frenaba sin cadencia, volvía al principio. Permaneció bajo el embrujo a menos un par de años antes de salir del trance.
Sus pies se movieron histéricos unos instantes en el mismo lugar, como un perro patinando en un piso encerado, y al encontrar tracción, pudo salir cortando el aire viciado por neblinas pardas.
Al llegar al escritorio vio a una niña con las manos apoyadas en el teclado de la máquina. Tenía el pelo muy pálido y la piel blanca, sus mejillas desprendían un tenue brillo púrpura y sus ojos solo podían adivinarse entre las cuencas repletas de oscuridad.
Mostró una hilera de dientes perlados y perfectos que, junto con los labios formaron una sonrisa entre pícara y maliciosa.

- Lastima Bandoneón, mi corazón, tu ronca maldición maleva. Tus lágrimas de Ron me llevan hacia el hondo bajo fondo donde el barro se subleva. – La voz que emergió de la criatura/niña era la de Roberto Goyeneche. Y sin más, desapareció.
El hombre, abandonado entre sombras, se dejó caer. Tirado en el piso, se pasó la mano por la boca, y se quedó muy quieto observando las líneas y dibujos caprichosos que creaba el humo de un fino cigarrillo, próximo a consumirse, que reposaba en el borde del escritorio.

2.13.2007

Los Zorros

A mi Zorro Gris, gracias por existir.

En la plaza de San Isidro, frente a la catedral que se alza aplacando algunos rayos de sol. Observo a un grupo de jóvenes vivir con alegría alternativa. Inmersos en sus juegos, susurran, se mueven, fuman y se besan bajo las sombras que proyectan las hojas y los troncos robustos de las palmeras. Mientras algunos danzan sobre melodías silenciosas; músicas que habitan en los recuerdos que poseen, otros, los varones, saltan frenéticamente y se golpean emulando la diversión de los animales infantes.
Aquí sentado percibo otras cosas. Sonidos y olores, formas y colores. Se mezclan en el aire, haciendo el respirar un acto placentero.
Es imposible no sentir la rugosidad del suelo, la superficie porosa del empedrado que se dispersa serpenteante, recorriendo cada lugar de la plaza, delimitando los márgenes de paisaje miniatura, de flores en primavera, de arbustos verdosos de un envejecido otoño. Los árboles infantes custodian los bancos (que fueran blancos en otros tiempos), bordeando las calles circundantes. Los diversos caminos de la piedra terminan en su encuentro común con las escaleras centrales, de ornamentos difusos y cicatrices pálidas que solo se pueden apreciar desde la distancia. Al acercarse se pueden ver las pinceladas aleatorias de artistas anónimos.
Mis ojos siguen fijos entre las juntas del piso, en la sustancia que se debate entre el cemento y la argamasa sin encontrar su identidad, dilatando y contrayendo su existencia por el capricho de la temperatura, los delirios del sol y de las lunas. Pero tanto las uniones como el cuerpo de las rocas de despedazan ante el peso invisible que ejerce el alma de los árboles. La presión de las raíces de los pobladores vegetales que actúan como vigilantes en las fronteras de la plaza, cuidando a sus hermanos más pequeños de los juegos de la vida animal. Con fuerza bruta, aunque sin rencor, lentamente recuperan el espacio que les fue negado, o limitado desde su nacimiento; cada día es un paso, cada centímetro los acerca a la libertad.
De las copas casi desnudas bajan cada tanto unos pequeños Zorzales, llevan el ocaso en sus pechos y la luz del sol en sus cuerpos; saltan y realizan cortas carreras en busca de insectos. Y no solo en los pastos tiernos que rodean los olmos, donde buscan a los esquivos Guitarreros, Violinistas u otro coleóptero aletargado, también entre la gramilla húmeda, donde los hombres suelen tirar restos extraños, de dulce sabor. Otros visitantes del preludio invernal son los Carpinteros Reales, vestidos con manchas ocres, llevan bufandas rojas en sus cuellos para protegerse del inminente frío de julio. Ellos parecen seguir los movimientos de seres invisibles que los molestan, de la misma forma que las moscas a los caballos en el campo. Sus pequeños ojos ennegrecidos dibujan parábolas, elipses y curvas junto con la cabeza, y el pico agudo corta el aire tan finamente que no emite sonido alguno, o altera la forma del aire circundante. Así es todo el movimiento del ave, seguro, veloz y tenue, muy tenue.
Un sonido me despierta del hechizo de los pájaros, un tintinear musical que reverbera y se pierde lentamente; pero que aleja todo el ruido de la ajetreada urbe. Se eleva en un vuelo que cubre los árboles, las hojas, la gente, las rocas, para llevarme en sus alas cortas, desplumadas y efímeras, y encerrarme en otro sueño de cristal.
Es mi anillo, se desliza y cae, abandona el dedo mayor cuando siente la necesidad de revelarme los pasajes entre las mentes dormidas. Miro hacia abajo y veo el circulo metálico, destellando un hilo redondo, perfecto, de plata blanca y fría. Esta sobre los bloques de ladrillo, descansando inmóvil, deteniendo el tiempo y el espacio en el instante en que mis ojos se encuentran con el amplio mundo que se esconde en el interior del anillo. Allí me sumerjo y me pierdo…

No me gustan las transformaciones, son inconstantes en los sueños y casi imposibles de controlar. Son sueños escasos, mas siempre me encuentro con alguno; como aquella vez que me convertí en lobo en la mente de un cazador, y fui perseguido durante días en sucesos recurrentes de aquella conciencia enferma, que trataba de probarse elevada y digna de la admiración de otros hombres. Sin embargo esta no parece ser la fantasía de una forma humana, en este mundo donde nuestras almas toman formas que escapan a sus recipientes en el plano real, cualquier ente guarda un cambio probable, la proyección de sus miedos o deseos; a veces, hasta los remanentes de otros estados del tiempo.
Aquí, ahora, soy un zorro colorado de las llanuras argentinas, parado en un verde pastizal, siento el viento en todo mi cuerpo y el latir presuroso del corazón fulgurante que guarda mi pecho, y los olores de las hierbas, el pasto; el aire me inunda de texturas y sabores.
Camino, primero con paso sereno, que transformo en un rítmico trotar, sonrío en estos momentos, independientemente de los acontecimientos del sueño, estoy disfrutando de tan magnífica sensación. Músculos extraños que tiran de los miembros, tendones que me dan una fuerza desconocida, un impulso que me promete una velocidad sin límites, una carrera abierta a la inmensidad. Y me disparo, a tratar de conquistar el horizonte ¿Qué importa alcanzarlo? Cada tramo me envuelve más y más en la embriagadora sed de libertad, el calor sube hasta mis orejas y escucho el silbido del aire contra cada cerda de pelo.
Detengo mi marcha muy lejos del punto de partida, con jadeos, lleno del cansancio rejuvenecedor que se siente después de la alegría y el júbilo. Me recuesto observando la caída del sol rojizo, bajo la sombra alargada de un roble muy viejo, plantado por alguien en el nacer de los tiempos. Mientras el ocaso tiñe las nubes, recuerdo que el paseo mágico no es eterno, que ciertamente no soy su dueño, siquiera quien imagino este pasaje onírico en el plano astral. Yo no soy Morfeo.
Se aproximan otros animales, una voz desprovista de lengua me lo dice, y al mover mi cabeza siguiendo sus indicaciones, veo a un perro muy joven, parece ser un Border Colie, solo que su mirada es más salvaje y lobuna. Se acerca rápidamente, contra el viento sus patas parecen impulsarse sobre el aire, sin tocar la tierra. Ya sus ojos clavados en mi, me busca, me encuentra y acelera su marcha. Y el corazón palpita en mi pecho a un ritmo endiablado, pero mis miembros son cuatro figuras de plomo, aferrados al suelo con las raíces del miedo. Hay un estallido y el cánido parece encenderse en una flama negra, se convierte en un haz oscuro presto a golpearme con toda la fuerza de su masa en movimiento. Es inevitable el quiebre, no hay tiempo para la reacción…
…mas al llegar el fuego se apaga y un humo opaco y helado me atraviesa, dejándome petrificado, con las patas y las manos inmóviles y el cerebro incrédulo.
Fue más real de lo que pude haber imaginado. La ira y el temor silvestre.
Otra imagen me avisa de una presencia viviente. En un repentino brote de lucidez atino a esconderme detrás del tronco del majestuoso árbol. No se me permite intervenir demasiado, apenas soy un observador casual, sin derechos o poderes, muy vulnerable a los cambios impredecibles e incontrolables de la imaginación y la materia.
Desde la seguridad relativa del escondite improvisado, puedo ver como las estrellas iluminan el cielo claro de la noche temprana. Una en particular brilla con intensidad opacando a las hermanas circundantes, emite un velo escarlata que parece un ojo felino dilatando su pupila, hasta que forma una esfera perfecta en lo alto. Entonces otra explosión rubí, un nuevo haz de luz que traza una línea desde el espacio al suelo e impacta sin consecuencias, sin sonidos, en la superficie monótona de la llanura, a pocos metros del gran roble. Y desde el éter sanguíneo nace una vida, de dilatado pasado, una figura que descansa en cuatro patas en la llanura, al noreste de mi escondite. Es un zorro gris, sus ojos parecen agujeros negros que intentan absorber las almas con indiferencia. No son negros, se nota en ellos los vestigios de la supernova escarlata; la inmensidad del cosmos y el calor de las estrellas se ven a través de las ventanas del aura. El animal, ahora sentado, espera…

Un poco agazapado, salgo sigilosamente del círculo protector. Camino de costado fijando mi atención en la forma del recién llegado. Es impresionante su coloración; un gris constante, adornado con olas de marfil y destellos perlados en las patas, con bordes azabache en la punta de las orejas, dos juguetones triángulos intranquilos. Los bigotes blancos protegen la nariz húmeda, que ostenta un diminuto punto, justo en medio y debajo de la mancha negra de la frente, como si fuera el negativo del pelaje malacara de los caballos. Es un animal muy joven; me lo dice la mirada penetrante, el perfume de su aliento y el brillo del pelaje. Es un ser de belleza absoluta.
El agujero oscuro del aura del zorro me atrae, quiero verlo de cerca y saber de sus pensamientos. Quizás por seguir este impulso hago oídos sordos a la advertencia del guardián de Morfeo, quien me prohibiera intervenir en los sueños ajenos.
Me acerco hasta que percibo el respirar tranquilo de una presencia que no teme ni espera nada. No logro tocarlo, algo me apresa desde los costados; son varios lazos que parecen tener vida. Las vivaces fibras abrazan mi piel y la queman, produciendo un dolor muy intenso, similar al de las pajas venenosas que cortan la piel de la gente en el sur del Paraná, solo que ahora es un fuego continuo, lacerante.
Los ojos toman el color de la sangre, continúan observando con impotencia. El espectador gris no puede moverse, su respirar es intranquilo, sus músculos inquietos. El deseo de ayuda lo invade, la desesperación del ver sufrir a un semejante sin poder impedirlo, lo angustia.
Más lucho, más hilos se incrustan en mi carne, y desaparecen cuando ya han perforado la piel, me retuerzo, giro y entonces la trampa muestra toda su crueldad al envolverme por completo. La sensación de desvanecimiento aparece acompañada del calor húmedo de la sangre en mi pelaje; cuando caigo completamente atrapado, y mi hocico expulsa una mezcla de aire y sangre que levanta un poco de tierra seca.
Ahora es mi compañero quien se mueve, luchando contra una voluntad invisible, dirige sus pasos hasta donde yazgo, entre temores y desesperación. Entonces la presión en mis músculos cesa, veo como miles de serpientes de luz amarilla se elevan de mis carnes ultrajadas. Se yerguen como Cobras, amenazan a la manera de las hienas a las que un intruso quiere robar alimento, y sin meditarlo más se lanzan contra mi hermano gris. Sin más alternativa, este emprende una carrera vertiginosa, alejándose con dirección sudeste hacia el horizonte desdibujado por la noche. Porque ahora las nubes también cubrían el fulgor de las estrellas y el faro solar de la luna llena.
En plena oscuridad son visibles las estelas de luz que persiguen lo invisible. Dan bruscos giros y curvas, aceleran y frenan la marcha ante el capricho de un fantasma demasiado astuto para ser apresado. Esos cabellos encendidos movidos por un viento huracanado, están cazando. Pero su presa es esquiva, y parece volar por los aires, tan escondida como en la tierra. En un intento apasionado, llevadas por la ira, las luces se elevan muy alto. Siguen tras la estela de humo, siguen, hasta que el cielo las atrapa. Entonces los miles de hilos se apagan, dejando tras de si las siluetas de sus movimientos frenéticos.
Tirado, libre de las cadenas, herido en cada músculo y nervio. Apenas puedo respirar, el líquido coagulado tapa los pequeños orificios de mi nariz. Tengo cientos de cortes, el dolor me dice la ubicación precisa de todos ellos. Hasta la vista cae dentro de una nebulosa rojiza, creo que por el desangramiento pierdo lentamente los sentidos. El guardián me dijo que podía morir en los sueños ¿será eso posible?
Unos pasos acolchonados me sacan un poco del letargo. El sonido se repite, rebota contra los pelitos de mi oreja sana, y repercute en el oído. Frente a mi se sienta el Border Colie, y el zorro gris regresa para descansar su mentón en mi cabeza.

La voz de un muchacho me despierta. Es uno de los chicos que estaba observando mas temprano en la tarde, su figura ennegrecida y viril se posa insolente frente a mi cara. Y la suya expresa la sorpresa del momento. Él me mira como si todavía en mi cabeza se movieran las orejas puntiagudas, en busca de retener mejor los sonidos.

-¿tenes un pucho?-dice apresurado
-No, no fumo. Disculpá- le contesto.

Así alzo mi anillo y lo devuelvo a su hogar en el dedo mayor izquierdo. Así me repongo del sueño, mi sueño…supongo que no duelen tanto las heridas.

Delante el camino espera.

1.10.2007

Ángel Nocturno en Núñez

El humo sube describiendo extraños círculos y curvas, al capricho del aliento y el viento. Abraza, acaricia las mejillas, pasa bordeando los parpados irritando un poco los ojos, se desliza por el pelo, rozando cada fibra y desprende su cuerpo al aire nocturno disipándose, ya libre hasta los confines donde la luz de los faroles lo vuelve invisible.
En la mano izquierda, encerrado entre índice y mayor, el cigarrito ve su vida extinguirse, sin poder él envenenar como cuando vivía arraigado a tierra. Ni con el fin para el que fue cortado, empaquetado.

Ángel no fuma. No fuma en cenas, fiestas, ni en su propia casa, jamás bebe alcohol, salvo en ocasiones especiales y está libre de los vicios de la comida, el juego y las mujeres. Es devoto de sus hijos, creyente. No hay dudas en su corazón ni en el de otros acerca del profundo amor que siente por su mujer; amor, compartido. Mariela cree que sale por las noches a caminar, y usa el cigarrillo como excusa para pasar unos momentos a solas. Lo entiende, un ser como Ángel, que hace de su nombre una norma de conducta y vida, necesita tiempo para sacarse los pesos de llevar adelante una familia a través de los peligros y las complicaciones de la vida actual, cada día más difícil.
En casa las cosas van bien, sus tres hijos siguen en la escuela y al ser criados con amor y respeto, son muy abiertos con sus padres y son emocionalmente sanos. Javier, el más grande ya trajo a su novia (la segunda, según su hermana menor) para presentarla a su familia. La chica es, a pocos días de llegada, casi una hija más, y a nadie le parece extraño. No hay celos, no hay peleas; apenas discusiones, el ambiente es ameno, casi irreal.
Desde luego hay rutinas bien construidas, flexibles, pero permanentes. Cuando el sol cae ya todos los chicos están en casa, jugando, merendando y haciendo tareas del colegio. Una hora más tarde ya se puede oír en el living la música ciudadana, que el padre disfruta antes de la cena, mate en mano. Su mujer, charla, lee o simplemente mira sonriente, con expresión franca libre de malicia o picardía. Después de comer, los hijos limpian. Se sientan a mirar tele; Javier suele usurpar el trono de Hombre de la Casa, emulando la forma de escuchar y sentarse. Solo cambia la Lluvia de estrellas por el Humo Sobre el Agua
Quizás el único episodio que cambia la rutina, es una curiosa y aperiódica costumbre de Ángel. Cada tanto, a intervalos irregulares y luego de cenar, sale de casa a comprar un atado de cigarrillos 43/70 largos. Y no vuelve hasta que termina los 20 tubos blancos de hojas negras. A nadie parece hacerle mella este comportamiento. ¿Por qué habría de hacerlo? ¿Que se podría reprochar a un hombre excepcional como el? Solo un capricho, un diminuto placer, una excusa para caminar solo…

De noche, las calles de Núñez mutan, cambian de aspecto, de atmósfera. Algunas se ensanchan, otras se hunden en túneles curvos y sinuosos. Pero también están los caminos que se pierden, desaparecen entre las sombras que proyectan los faroles de luces sepias, casi parafinadas. Y por estos empedrados, el hombre transita. Solos, él y sus cigarrillos, esperando un cambio en el coto, asomándose a la explanada, sentados tras las líneas de pulido acero que recorren, como nervios, el suelo asfáltico y lleno de piedras.
Pocas luces, poca vida. Ni los perros recorren esos lugares robados al mundo. Su instinto no les permite caer en esa trampa humana. Pueden ver sin ojos el mal en las esquinas; por eso las evitan y se agrupan en jaurías nómades; para protegerse.
EL influjo lunar golpea el plexo solar del cazador de hombres, levanta de su entierro a los instintos dormidos. Y la necesidad de equilibrio grita y se retuerce, lo invade, exigiendo libertad.
Su lucha se debate entre el hervir de la sangre y pensamientos azabaches. Hasta que el gigante de ébano sale, rompiendo las frágiles costillas del humano, despedazando su frágil corazón en miles de fragmentos de roseta, pulverizando cada dejo de amor y misericordia. Solo hay algo en sus ojos quiméricos, entre afidios y felinos; la necesidad de igualdad, de Justicia. La justicia de los Lobos, Aku Soku San, destruir el mal rápidamente. Bajo la luna y las estrellas, es equilibrio, desenfreno, justicia, pecado, es maldad, instinto. Lo sabe, por eso lo disfruta. La sonrisa que deja ver sus colmillos no es tierna, no es cálida.
El sonido de las piedras es el dulce sonar de la campanilla de invitados. Un joven las patea y tropieza con el granito trozado. Los durmientes se le cruzan, entorpecen su andar inseguro. Está nervioso, las gotas de transpiración le corren por el rostro, desde la frente al mentón, en oleadas caóticas, cáusticas de salado sudor. Las manos le tiemblan, se agita y despide un gran calor, en la noche tan fría que casi se podría ver el vapor saliendo de su cuerpo, si las luces no fueran de naturaleza fantasmal. En el silencio absoluto su presencia es como prender un fósforo en el sótano más apartado y oscuro. Las miradas se le pegan.
El animal que exhala humo y fuego acecha debajo del andén, mira a la explanada. Ve a la presa moviéndose histérica, sin salida. Seguramente extravió el camino, no debió salir tan tarde, y menos con sus pecados tan evidentes a flor de piel. El cuerpo que arrastra las piedras y los restos de basura que tira la gente, esta contaminado por más que miedo y papeles multicolores. En su piel lleva marcas de pelea, de otra sangre, más joven y débil, olor a sexo, a traición y muerte. Lleva la marca del mal.
Por fin el desesperado muchacho ve la luz que señala la salida de aquella fosa con rieles de plata. Intenta saltar hasta el andén, se siente feliz, inmerso en una alegría infantiloide, desmedida y estúpida. No lo logra a la primera. Toma carrera esta vez, tres zancadas hacia atrás, y se hecha a correr…
En plena carrera una fuerza impacta de lleno contra el cráneo, y las astillas de hueso sobresalen de las sienes, seguidas de un ruido corto y seco. El mismo trueno punzante y desgarrador de los disparos al correr por el cielo, inmediatamente el chasquido y la explosión.
La mano ensangrentada sube hasta la sien de Ángel, baja con velocidad y se detiene en seco, salpicando sangre sobre otras ropas, entonces enciende un largo cigarrillo. Queda un rato en calma impasible, sin moverse, sin respirar, hasta que se consume el brillante punto escarlata. Luego la moribunda luz cae frente a los pies estáticos y sin pulsos del joven. Una maraña de pelos y sangre, sin cara, sin identidad.
Ángel no fuma, pero le quedan 16 puchos en el paquete.