1.10.2007

Ángel Nocturno en Núñez

El humo sube describiendo extraños círculos y curvas, al capricho del aliento y el viento. Abraza, acaricia las mejillas, pasa bordeando los parpados irritando un poco los ojos, se desliza por el pelo, rozando cada fibra y desprende su cuerpo al aire nocturno disipándose, ya libre hasta los confines donde la luz de los faroles lo vuelve invisible.
En la mano izquierda, encerrado entre índice y mayor, el cigarrito ve su vida extinguirse, sin poder él envenenar como cuando vivía arraigado a tierra. Ni con el fin para el que fue cortado, empaquetado.

Ángel no fuma. No fuma en cenas, fiestas, ni en su propia casa, jamás bebe alcohol, salvo en ocasiones especiales y está libre de los vicios de la comida, el juego y las mujeres. Es devoto de sus hijos, creyente. No hay dudas en su corazón ni en el de otros acerca del profundo amor que siente por su mujer; amor, compartido. Mariela cree que sale por las noches a caminar, y usa el cigarrillo como excusa para pasar unos momentos a solas. Lo entiende, un ser como Ángel, que hace de su nombre una norma de conducta y vida, necesita tiempo para sacarse los pesos de llevar adelante una familia a través de los peligros y las complicaciones de la vida actual, cada día más difícil.
En casa las cosas van bien, sus tres hijos siguen en la escuela y al ser criados con amor y respeto, son muy abiertos con sus padres y son emocionalmente sanos. Javier, el más grande ya trajo a su novia (la segunda, según su hermana menor) para presentarla a su familia. La chica es, a pocos días de llegada, casi una hija más, y a nadie le parece extraño. No hay celos, no hay peleas; apenas discusiones, el ambiente es ameno, casi irreal.
Desde luego hay rutinas bien construidas, flexibles, pero permanentes. Cuando el sol cae ya todos los chicos están en casa, jugando, merendando y haciendo tareas del colegio. Una hora más tarde ya se puede oír en el living la música ciudadana, que el padre disfruta antes de la cena, mate en mano. Su mujer, charla, lee o simplemente mira sonriente, con expresión franca libre de malicia o picardía. Después de comer, los hijos limpian. Se sientan a mirar tele; Javier suele usurpar el trono de Hombre de la Casa, emulando la forma de escuchar y sentarse. Solo cambia la Lluvia de estrellas por el Humo Sobre el Agua
Quizás el único episodio que cambia la rutina, es una curiosa y aperiódica costumbre de Ángel. Cada tanto, a intervalos irregulares y luego de cenar, sale de casa a comprar un atado de cigarrillos 43/70 largos. Y no vuelve hasta que termina los 20 tubos blancos de hojas negras. A nadie parece hacerle mella este comportamiento. ¿Por qué habría de hacerlo? ¿Que se podría reprochar a un hombre excepcional como el? Solo un capricho, un diminuto placer, una excusa para caminar solo…

De noche, las calles de Núñez mutan, cambian de aspecto, de atmósfera. Algunas se ensanchan, otras se hunden en túneles curvos y sinuosos. Pero también están los caminos que se pierden, desaparecen entre las sombras que proyectan los faroles de luces sepias, casi parafinadas. Y por estos empedrados, el hombre transita. Solos, él y sus cigarrillos, esperando un cambio en el coto, asomándose a la explanada, sentados tras las líneas de pulido acero que recorren, como nervios, el suelo asfáltico y lleno de piedras.
Pocas luces, poca vida. Ni los perros recorren esos lugares robados al mundo. Su instinto no les permite caer en esa trampa humana. Pueden ver sin ojos el mal en las esquinas; por eso las evitan y se agrupan en jaurías nómades; para protegerse.
EL influjo lunar golpea el plexo solar del cazador de hombres, levanta de su entierro a los instintos dormidos. Y la necesidad de equilibrio grita y se retuerce, lo invade, exigiendo libertad.
Su lucha se debate entre el hervir de la sangre y pensamientos azabaches. Hasta que el gigante de ébano sale, rompiendo las frágiles costillas del humano, despedazando su frágil corazón en miles de fragmentos de roseta, pulverizando cada dejo de amor y misericordia. Solo hay algo en sus ojos quiméricos, entre afidios y felinos; la necesidad de igualdad, de Justicia. La justicia de los Lobos, Aku Soku San, destruir el mal rápidamente. Bajo la luna y las estrellas, es equilibrio, desenfreno, justicia, pecado, es maldad, instinto. Lo sabe, por eso lo disfruta. La sonrisa que deja ver sus colmillos no es tierna, no es cálida.
El sonido de las piedras es el dulce sonar de la campanilla de invitados. Un joven las patea y tropieza con el granito trozado. Los durmientes se le cruzan, entorpecen su andar inseguro. Está nervioso, las gotas de transpiración le corren por el rostro, desde la frente al mentón, en oleadas caóticas, cáusticas de salado sudor. Las manos le tiemblan, se agita y despide un gran calor, en la noche tan fría que casi se podría ver el vapor saliendo de su cuerpo, si las luces no fueran de naturaleza fantasmal. En el silencio absoluto su presencia es como prender un fósforo en el sótano más apartado y oscuro. Las miradas se le pegan.
El animal que exhala humo y fuego acecha debajo del andén, mira a la explanada. Ve a la presa moviéndose histérica, sin salida. Seguramente extravió el camino, no debió salir tan tarde, y menos con sus pecados tan evidentes a flor de piel. El cuerpo que arrastra las piedras y los restos de basura que tira la gente, esta contaminado por más que miedo y papeles multicolores. En su piel lleva marcas de pelea, de otra sangre, más joven y débil, olor a sexo, a traición y muerte. Lleva la marca del mal.
Por fin el desesperado muchacho ve la luz que señala la salida de aquella fosa con rieles de plata. Intenta saltar hasta el andén, se siente feliz, inmerso en una alegría infantiloide, desmedida y estúpida. No lo logra a la primera. Toma carrera esta vez, tres zancadas hacia atrás, y se hecha a correr…
En plena carrera una fuerza impacta de lleno contra el cráneo, y las astillas de hueso sobresalen de las sienes, seguidas de un ruido corto y seco. El mismo trueno punzante y desgarrador de los disparos al correr por el cielo, inmediatamente el chasquido y la explosión.
La mano ensangrentada sube hasta la sien de Ángel, baja con velocidad y se detiene en seco, salpicando sangre sobre otras ropas, entonces enciende un largo cigarrillo. Queda un rato en calma impasible, sin moverse, sin respirar, hasta que se consume el brillante punto escarlata. Luego la moribunda luz cae frente a los pies estáticos y sin pulsos del joven. Una maraña de pelos y sangre, sin cara, sin identidad.
Ángel no fuma, pero le quedan 16 puchos en el paquete.