3.04.2007

Delirio

Una pastilla de bordes duros y angulosos se disolvía sin efervescencia en el vaso de cristal ordinario. El agua mutilaba su aspecto, arrancándole lentamente, sin piedad, pequeños trozos imperfectos y diminutos, que primero se desprendían buscando la libertad en el aire y luego desaparecían en un turbio remolino de burbujas y colorantes.
Cuando las aguas comenzaban a calmarse, el río ocre que se aclaraba hasta convertirse en un lago topacio, fue absorbido por una aspiradora orgánica; que presa del deseo, bebió hasta la última gota, dejando un desierto húmedo en las paredes de vidrio.
El hombre recostado en su roído sillón pasó una mano por sus labios, buscando limpiar restos amarillos. Mientras los hacía no sacaba sus ojos como brasas de la maquina Olivetti y de las hojas en blanco que se burlaban en silencio inerte.
Encendió un finísimo cigarrillo.

- Que gusto horrible tiene esta porquería.
No se me ocurre nada, no puede ser ¡estoy bloqueado y el domingo es demasiado largo y gris!
Es culpa de la mujer y su pendeja ¡tendría que salir y enterrarlas ahora mismo en el jardín para que las raíces las destrocen lentamente!

Las palabras rebotaron muchas veces contra ladrillos a la vista, cerámicos, cuadros y márgenes de blancos extintos.
Del éter surgió una historia de hombres miserables que no podían morir. Sintió que la inmortalidad era el peor de los castigos y que podía valerse de ello para golpetear las teclas un buen rato. Salió disparado hacia la máquina de escribir.
Un ruido a óxido lo detuvo en seco. Era un lamento corrosivo, similar al de los portones de hierro que han pasado muchas noches a la intemperie, bajo las lluvias y las hojas sin conocer el alivio de la grasa. Mas, el sonido creció de repente y tomo forma (grotesca) de voz humana. Un canto enfermizo sin palabras, apenas llevado por una armonía y ritmo torpe y desagradable. Y eran dos las voces en realidad. Iban del falsete exagerado hasta un vibrado molesto, como si se cantara a través de un ventilador.
El escándalo, el gusto violeta que le empastaba el paladar y la luz jazmín que lo encandilaba, dejaron truncos los intentos de escribir.

- A mi no me molestan los fantasmas, ni las manos de Perón. Mucho menos dos malas cantantes, lucharé contra un Tucán, si es necesario.

Intentó subir con celeridad las escaleras para poner los puntos sobre las Ies. Inmediatamente supo que se trataba de mayúsculas.
Los primeros escalones crecieron altos y se transformaron en montañas de lapacho lustrado. Tuvo que escalar para seguir.

- No podrán escapar a la retribución – presagió la voz entrecortada del escritor.

En el primer descanso, un gran mosquito de madera se posó en su frente. La escalera se alargó al ritmo de las crecientes sombras de la casa.
Corrió para no perder los pasos, corrió y el insecto inmóvil cayó sin peso sobre las tablillas, y fue uno con ellas.
Cuando casi alcanzaba el primer piso, la escalera perdió la escuadra e intentó morderlo, imitando el proceder de las serpientes disfrazadas de pasamanos.
El deseo de venganza se fue lejos, llevado por el miedo. Y así saltó desde lo alto, cayendo directo al suelo, sin escalas y con daños moderados…
…quedó unos instantes sentado en el tapiz de terciopelo rubí.
Se dibujo en su mente un cuento, hecho con recortes de sus memorias y leyendas que había escuchado de niño. Era el principio de los tiempos y seres iluminados de poder ilimitado caían en desgracia presas del deseo y la corrupción. Luego eran encerrados en el firmamento por el más poderoso de sus hermanos. Esta idea le pareció muy potable.
Esta vez no hubo cantos en la altura o aroma a colores, ni luces, ni magia. Fue hechizado por el sonar de un piano. Desafinadas las cuerdas, la caja se turbaba cada vez que el intérprete pisaba un Si. La pieza se repetía, en un loop interminable, aceleraba primero, frenaba sin cadencia, volvía al principio. Permaneció bajo el embrujo a menos un par de años antes de salir del trance.
Sus pies se movieron histéricos unos instantes en el mismo lugar, como un perro patinando en un piso encerado, y al encontrar tracción, pudo salir cortando el aire viciado por neblinas pardas.
Al llegar al escritorio vio a una niña con las manos apoyadas en el teclado de la máquina. Tenía el pelo muy pálido y la piel blanca, sus mejillas desprendían un tenue brillo púrpura y sus ojos solo podían adivinarse entre las cuencas repletas de oscuridad.
Mostró una hilera de dientes perlados y perfectos que, junto con los labios formaron una sonrisa entre pícara y maliciosa.

- Lastima Bandoneón, mi corazón, tu ronca maldición maleva. Tus lágrimas de Ron me llevan hacia el hondo bajo fondo donde el barro se subleva. – La voz que emergió de la criatura/niña era la de Roberto Goyeneche. Y sin más, desapareció.
El hombre, abandonado entre sombras, se dejó caer. Tirado en el piso, se pasó la mano por la boca, y se quedó muy quieto observando las líneas y dibujos caprichosos que creaba el humo de un fino cigarrillo, próximo a consumirse, que reposaba en el borde del escritorio.