10.31.2007

Ojo

Foto: Michelle Nevares





Le ató las manos con una gruesa cuerda de Yute. Obedecía al mandato de su mente enferma, supongo, más que a una necesidad práctica. Porque esas muñecas habían abandonado pulso, calor y color, horas atrás.
Sin delicadeza la recostó, sentada. Parecía dormida. Una luz pálida, tenue, le iluminaba la cara con unos pocos rayos de luna. Abrió ojos que resplandecieron...
Solo esa luz mínima, no hay ventanas, no hay esquinas, apenas una grieta, en lo alto, filtrando el cielo nocturno. Y el sonido de una tormenta naciente, que se colaba por las paredes y amenazaba con derribar el mundo. Pero algo más fuerte que el cemento y el acero, resistía.

Se oía el silencio que existe cuando nadie puede escuchar.

Fuera de la casa, el ser de piel ajada se paseaba con caminar intranquilo. La densa oscuridad, mezcla de humedad y lamentos lo sofocaban. Pensó en la mujer que mantenía prisionera y una sonrisa tosca ocupó parte de su rostro. Cualquiera que lo viera sentiría rechazo instantáneo. No por la forma de su cuerpo o las particularidades de sus facciones, por demás comunes. Lo desagradable era la piel, un manto suelto de color blanquecino, fluorescente, superficie escamada, cubierta de hollejos y tiras secas, consecuencias, quizás, de alguna micosis severa.
Parado, el hombre resplandecía como osamenta. Con ojos vidriosos e inquietos buscaba en las tinieblas. Algo le oprimía el pecho.

Aun con la tormenta y el aire espeso, llegaban a los oídos animales, débiles llamados de auxilio. Gritos tapados surcaban los espacios ocupados por electricidad y ozono. Pero no cosechaban respuestas y se desvanecieron poco a poco, hasta que la lluvia que llegó con los relámpagos y truenos, acalló todos los rumores; excepto los del viento.
En la puerta, en el patio, en el jardín, las múltiples figuras del captor se fusionaron con las crecientes sombras, se perdieron en un velo negro.

Con los ojos vendados, maniatada, María escuchaba el azote de los vientos huracanados. El ruido de las gotas en las chapas le taladraba los huesos y corroían su pensamiento. Sentía en la piel, en las uñas, el voltaje inestimable de los rayos, las explosiones de maderas, mármoles y piedra, el estallar de los ventanales. El cabello le dolía, también los dientes.
Sucumbieron paredes, puertas y ventanas, el techo voló y se perdió, atraído por el imán del río. La niña rodó por lo que quedaba de las escaleras del primer piso. Se había liberado de los amarres cuando un soplo arrancó la viga a la que estaban sujetos (casi a costa de su brazo derecho). Aunque golpeada por escalones y escombros, pudo moverse con facilidad, salir de los confines de la casa en ruinas.
Se quitó las vendas. No halló claridad o luz alguna. Sus parpados no sufrían la presión de la tela, pero el resultado era el mismo.
La ausencia era total. Sus pies le daban un poco de sentido de espacio, en la opacidad, sentía con ellos un piso duro, de tierra seca, ardiente. El viento, la lluvia, hasta la humedad y el silencio, dejaron de ser “algo”. Solo existía el suelo, sin más dimensión que la de sus pies.


No se si giraba, con esa forma circular, era difícil saber. Me movía, eso es seguro, pero sin referencias, no era mucho más lo que sabía, acerca de velocidad, espacio o tiempo. No olvido el peso, la densidad de mi cuerpo, laxo, no sólido. Por momentos me pregunté si no era un cuerpo celeste. No creía ser tan vasto, pero emitía una luz muy tenue y propia. Por eso me encontró.
Caminaba temerosa al principio, mirando; mejor dicho, tanteando el suelo como si este fuera a terminarse en el próximo paso. No puedo decir que la haya visto, reconocido su forma, pero dejaba un aroma (aroma...en este lugar etéreo, no viven recuerdos de sensación semejante) y un resplandor de un verde confuso. Ella, mujer, buscaba algo.
Le hablé, en todos los idiomas que conocía, que aprendí en otros tiempos, ¡hasta en Arboreto y Calandrio! Sospecho que nunca llegó a entenderme, o, peor aun, a escucharme. La soledad me invadió entonces; también la rodeaba a ella. Diría que ambos estuvimos solos por eones.
Recorrió la inmensidad por completo, siempre con mucha cautela y cantando con voz nerviosa. No por eso dejaba de ser armónica, modulada y sedosa. Fue raro escucharla, pues yo no tenía oídos, o necesidad de ellos.
Tranquila vino y en paz se fue. Llegó al borde de una de las órbitas. Temí que cayera en una cúpula o en el frío mar de ébano. Para fortuna de ambos, ella supo distinguir el límite del abismo, en medio de la opacidad absoluta. Asombroso.
Suspiró, sentí todo mi ser en su insignificancia gigantesca, estremecerse con aquel sonido tan dulce. Dio un giro completo, para mirarme sin ojos, sin cuerpo. Y corrió olvidando cautelas y miedos, en un impulso ciego que encendía flamas de raros turquesas. Me traspasó a toda velocidad, como un relámpago que helaba todo a su paso. Todo lo que siguió fueron destellos arco iris, cristalinos unos, líquidos los restantes, y un plasma cálido flotando alrededor.
Cuando me tocó, supe que buscaba; quizás lo encuentre, si lo busca en su propio corazón y no en el de otros.
Ahora se, que voy a tener que esperar mucho para volver a tener compañía...mejor será seguir vigilando.