10.14.2008

Paz



Caminan, dias y horas blandas,
los pasos de mis manos te marcan
cuerpo y alma; agua y sal.
Nos mezclamos.

Dejo que el empedrado sea árbol
y tu grito, calandria y zorzal.
En tu río de dulce, rio niño,
para que te contagies,
para que no te cures nunca.

Nos vemos con la piel, corazón.
En la oscuridad del dia,
en el silencio de madrugada.
Te toco, te pienso, te veo,
tomo té con vos, te beso.
Todo, es amor.

8.13.2008

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Otro de esos instruentos locos locos que fabrico cuando estoy aburrido ^^

6.12.2008

Lentes

Terminaba de secarme las lágrimas que dejaron todas las fotos que mis ojos vieron. Imágenes de amores que se refugiaron en brazos ajenos, de lugares verdes que ahora son pasto quemado y río enjaulado; sin pájaros los dos, mis amores y los árboles.
Pero de lejos te veo con la turbia bruma del llanto a medias calmado. Sin enfocarte te admiro, a la distancia segura, para mi corazón de cristal y el debilitado marco. Seguro e inseguro. El principio de incertidumbre me llena y me cambia.
A lo mejor te acercaste curiosa, enfrascada y aislada por los reflejos, espejos de vidrio tonalizado. Vos también agazapada y temerosa. Así te imagino, en tu reflejo, mi vulnerabilidad y el frágil cristal, de tu pared y la mía. Pero en tus ojos me veo, me muevo.

Tan cerca ahora, la distancia desaparece sin darnos cuenta. El sol se despide y nos llena de luces quebradas y descomposiciones de blanca ilusión. Así quedamos.

6.08.2008

Namida


Cambia la vista, el pasto, el viento.
Cambia el tiempo y su medida.
Pasan hijos y padres, perros, palomas;
solo el sol es el mismo.

Río no es río, es espejo
y reflejo insano y vivo, rojo.
Sangre que se estanca,
arrebato y naturaleza esclava.

Humanos los parques y plazas...
...sin bosques ni lagunas.
Cemento, asfalto, vidrio, casas.
Y arroyos de café y grasa.

Está en cada individuo el sentido de la vista, el privilegio de una mirada y el derecho a observar. Pero cuando aprendemos a repetir las rutas y diálogos con rutinaria eficiencia; entonces todo es memoria y acción.
¿Qué es esa mancha en el sol, ese olor que abraza los pulmones? ¿Cómo el agua pierde su transparencia y los peces buscan el oxígeno del aire? Son preguntas que casi nadie se hace. Mejor no mirar, mejor seguir en la realidad y los problemas. Ese amor que no llega, ese cuerpo que no se deja, las cuentas, la casa, el auto, la mama, el seno, Dios, la carne, el campo, la soja.

5.22.2008

Ojos sobre el cielo gris


Son esos ojos los que veian las nubes arremolinarse en las alturas, conversando con palabras húmedas y heladas, cerca de las puertas del espacio donde solo hay Ecos.

Con las pupilas muy abiertas, llenan el espacio antes vacío con gotas de gris fantasmal, con imagenes que no puede interpretar, ni blancas, ni negras y sin matices.
Muchas palabras escucho mirándolas en la máquina luminosa y pensante. Muchas otras dicen esperando una respuesta directa. Pero ambas lenguas parecen deficientes, solo entiendo a medias. Les cuento fantasias sin expresar la verdad, mientras me tejen telarañas de lana y mimbre.
La realidad era otra por supuesto, todo se trataba de ocultar la vulnerabilidad.
Durante muchos dias lloraron lágrimas amargas y, cansados, se cubren con parpados protectores de autocompasión. Sin embargo esto no calma el llanto, que continua fluyendo, interminable, por las mejillas...
El cielo es gris, el cielo tambien entristece....y yo...yo no puedo entenderlos.

3.23.2008

Dragones sobre las cruces (1ra parte)

Hoy, si caminas por las calles de algún suburbio en las horas en las que el sol agrieta el hormigón armado y las coloridas, gastadas, troqueladas, baldosas. Probablemente no encuentres más vida que la de los árboles y flores, mascotas y aves. Pero no chicos, ya no. Ahora viven entre paredes con vientos mecánicos y falsas primaveras blancas. Y ven las horas de enero, febrero y marzo pasar frente a las pantallas más variadas, inmersos en la piel de algún mercenario, guerrero, ladrón o mago. Atropellando gente para robarse un auto, o matando humanos y seres en guerras, para variados gobiernos emulados.

Los chicos de esta época cuestionarían mi inteligencia, y mi capacidad mental, o directamente reirían si conocieran acaso mis aventuras de infante, si les relatara cada sorpresa que deparaban las misiones de peligro incuestionable que se llevaban a cabo hace 10 años, en las impenetrables costas del Río San Javier. Con cuatro amigos explorando cada centímetro de monte, costa, arroyo y lago, todos unidos bajo el solo propósito de caminar por senderos inexistentes, de ver animales y no huir ante los más intimidantes. No había rangos de jerarquía, ese tipo de cosas era más propio de gente grande y nunca fuimos nada de eso. Éramos como hermanos, más que eso. El amor familiar no se elige, se acepta. La amistad es un lazo de lealtad donde se puede perder la propia vida en sacrificio por el otro. Como el nudo llano, simple pero imposible de deshacer con fuerza.

Enfrentarse con las zarzas espinosas, las pajas bravas que brotaban debajo de las osamentas y los irregulares árboles de espinillo era lo primero, y como se trata de objetos inanimados, la tarea es un juego de niños. Nos enfundábamos en pesados mantos camuflados, en verdad, más aptos para el furioso verde amazónico, que para los pardos montes del noreste argentino. Cumplían su objetivo al resguardar nuestro cuerpo de aquellas afiladas hojas y aceradas espinas. Claro, había que consumir mucha agua y caminar solo a la sombra de los nogales para evitar el sofocamiento y la insolación.

El trato con los animales era distinto. Si podíamos levantarnos con los primeros rayos del sol, era una marcha obligada recorrer las costas de la laguna que se unía con el arroyo de las Cruces y el Río San Javier. Allá encontramos una mañana un yacaré con sus fauces abiertas, brillando con reflejos de musgo y aguamarina. Atrayendo la energía lumínica como una celda solar viviente. Estaba ahí, inmóvil, como nosotros al encontrarlo, indefenso, aterrador, aletargado, acorralado en la inmensidad del campo por su sangre helada. Con la boca abierta en un ángulo que no parecía posible; un pequeño cocodrilo que para nosotros era un dinosaurio durmiente. Y así pasamos a su lado, con la seguridad efímera de nuestras primitivas armas. Siempre que recorríamos las costas ocurría un hecho similar, porque las serpientes y los reptiles necesitan sustento diurno, del amanecer soleado más que del alimento sólido y líquido. Comprendimos con el pasar de los días que nosotros corríamos menos peligro que ellos. Y, aunque siempre armados con los machetes y una fija (suerte de lanza con dos espigas de acero), pasábamos tranquilos muy cerca de los lagartos oberos y los ofidios. Hasta vimos muy de cerca de una yacaniná de más de 4 metros enroscada en una rama, probablemente digiriendo alguna comida reciente, y a una cascabel con su cara inmóvil sobre el vaivén continuo del agua. Recuerdo que hermosa parecía en ese momento. Las diminutas gotas en sus escamas y el dibujo de luz espejada cambiando, jugando, bailando en su cuerpo. Estática ella en los momentos de un sueño sin palabras, lleno de grises, rojos y muchos otros olores.

El primer fin de semana (en realidad el nombre de los días perdía su significado en ese lugar) salimos a navegar con el bote del dueño del campo. Una embarcación sin ningún lujo, empujada por un motor Villa de 8 caballos, lento, gordo y perezoso; que se quejaba todo el tiempo por llevar tanta carga a lugares que no le interesaban. El casco, azul, gastado y largo, se deslizaba luchando contra la voluntad de la corriente, tanto si esta aumentaba o disminuía el volumen del río.

Llevados por el vibrar del motor, recibimos a la lluvia inesperada y a los vientos cálidos del norte que levantaban aguas y direccionaban camalotes. Fue en esa tormenta de verano que tuvimos la primer situación real de riesgo, con miedo y heridos.

En pleno zamarrear del viento, el choque de las olas hacía imposible el dominio de nuestro móvil acuático. Y, si bien no nos hubiera servido de mucho, casi tiramos por la borda a Santiago, quien había olvidado cargar el ancla, la carnada y los turrones (esto último, rozando lo imperdonable). Conseguimos, a fuerza de remo e insultos acercarnos hasta la costa de uno de los numerosos islotes que se repartían por el Brazo de las Cañitas. Juan Pablo estaba en ese momento en proa y, como el reflujo del agua hacia muy difícil mantenernos pegados a tierra, tuvo que extender su mano para aferrar una protuberancia vegetal de la misma y así asegurar nuestro futuro fuera del agua. Lamentablemente para él, cerró su mano en un puñado de Cortadera, unas plantas que usan bordes afilados y cáusticos para evitar ser comidas por los carpinchos y los ciervos. Nos desprendimos de la margen al tiempo que un grito de dolor apagó el escándalo del Villa, que ahora nos auxiliaba con vehemencia. JuanPa, el más duro del grupo, lloraba y apretaba sus dientes bajo el peso del fuego que se comía su mano. El puño no parecía tener bordes visibles, cerrado con la fuerza de la herida.

“¡dejame ver JuanPa, dijo mi viejo que esto hay desinfectarlo al toque!” Casi gritando dije esas palabras, el ruido del motor, del viento y las olas contra el casco era ensordecedor. Con su rostro asediado por lágrimas, pero lleno de valentía en su mirada descubrió su palma. Los cortes; los recuerdo, horribles, con tiras de piel colgando, fileteadas por una navaja verde y la carne blanca, sin sangre. Parecida a la del pescado. Limpié la herida, sucia por tierra y pasto, con algodón y nafta. Me sentí casi cruel por someter a tal suplicio a mi amigo, me repetía que era necesario, y así continuaba.

La tormenta, lejos de calmar sus ánimos, pareció cobrar nuevas fuerzas al caer la noche invisible sobre las islas castigadas. Todo cuanto ojos humanos podían ver se fue opacando, perdiendo lentamente, sin pausas. La naturaleza demostraba que su obrar es siempre absoluto, inevitable y que nosotros solo éramos testigos, menos importantes por la forma inconsciente de afrontar la situación, sin el saber instintivo de los animales que habitan la tierra y el agua.

Sentado a la izquierda del motor estaba Pablo, aturdido. Su rostro era una amalgama púrpura de enojo, tristeza, dolor, lágrimas y nauseas. Con estoicismo propio de la inconciencia, la mente y el cuerpo soportaban el embate agresivo de los vientos; ya en ráfagas destructivas, ya en suspiros de hielo. Solo la cara tenía vida, sobretodo sus ojos, bolitas de vidrio que gritaban con locura, brillantes perlas encendidas por el veneno hirviente que burbujeaba en su mano. Y estas; enlazadas en mutuo consuelo, como todo él. Acurrucado, rodeado y adormecido por las nubes azulinas de aceites. Sordo, ciego, aletargado, un niño muerto de miedo, carente de vida, de alegría.

La soga de a poco se fue convirtiendo en una maraña de hilos naranja que brillaban de forma sobrenatural en aquel ambiente de oscuridad opalina. Las puntas no se encontraban entre la red que cubría la embarcación, no las reales, solo algunas promesas ilusorias, formadas por los vértices y las aristas de los objetos que las cubrían, debajo de algún bidón, madera, pie. El movimiento constante hacia imposible cualquier búsqueda.

La cuna azul se azotaba y zamarreaba, mecida por algún demonio eufórico. Dentro, nosotros, demasiado asustados para asomarnos por los bordes, para enfrentar a la criatura, tan grande como el río, terrible como el cielo gris.

Nos manteníamos aferrados a las cornamusas cuando nos sorprendió la lluvia eléctrica; sumada al poderío de los vientos y a las lágrimas interminables que nutrían a los líquidos llenos de vida sobre los que también llorábamos confusos.

Cada hilo blanco resplandecía tras las nubes y salía de ellas como los dragones que a veces soñamos surcando el cielo y volando en busca de otros lugares. Cada hilo era pues un relámpago más caliente que el sol, más rápido que el batir de alas de un colibrí y caían en las aguas agitadas y poliformes. Algunos se perdían en líneas perpendiculares a la superficie del Arroyo de las Cruces, o cabalgaban unos metros por el espejo que repetía sus movimientos aleatorios para luego sumergirse como los Biguas hicieran horas antes. Pero los más impresionantes eran los rayos que corrían por las alambradas, atraídos por el acero que cercaba los campos cercanos. Allí caían y avanzaban trazando en su paso el perímetro de las casas y los pastizales, dándonos entre tanta oscuridad una pista de la salida. Solo que, como el dragón, que muestra la salida a un montón de refugiados cuando bien sabe que no tienen fuerza para escapar o para dar pelea por sus vidas.

2.05.2008

Momento

El sábado pasó sin recuerdos firmes en mi memoria. Un día de sol pleno, radiante y cálido. Sin embargo, salvo una practica agradable durante la mañana, el transcurso de las horas se hizo largo y denso. Agravado por la conducta pedante de mi viejo que pierde la cabeza por cosas nimias, estúpidas e inevitables (como un deudor moroso, un caño de agua tapado, una salida malograda); y que en su tarde noche sin promesas, me condujo al encuentro con un viejo amigo.
Con Hernán fuimos a visitar a Nicolás. En su casa pasamos la tarde, al albergue del calor antinatural del calefactor que bramaba en un rincón, hacinados, mientras el olor de una vida estancada nos intoxicaba y apelmazaba el aire alrededor. Cada uno de sus gestos, de sus chistes, anécdotas y lamentos me recordaba quien era, me demostraba que a veces la gente no cambia; apenas crea la ilusión de mudar de piel. Habiendo pasado por una de las peores crisis que puede afrontar un hombre, el seguía ahí, conforme y cómodo, pidiendo compasión, interpretando el rol de víctima del destino cruel, dejándose morir adrede, como si no entendiera lo que los médicos le dicen.
Es triste para mí, para mi amigo, para la madre del chico que nos mira con ojos burlones desde su cama llena de restos de comida y envolturas de caramelo.

Un amanecer límpido trajo el domingo nuevo. Los pájaros, en su mayoría calandrias, saltaban y cantaban contentos en el jardín de mis abuelos, invitando a las flores a salir antes que las hojas.
Ni el desayuno, ni el almuerzo dieron indicios de cambio. Para mi alma, el gris de las nubes ausentes era total, estático. La tristeza, la soledad, la indiferencia y el desgano se unían en perfecta comunión, casi ignorando la belleza de los días de fines de julio.
Llamados perdidos, improbables encuentros y la voz familiar en el teléfono, de mi hermano. Y a su encuentro partí lleno de estupor, como llevado por una fuerza incomprensible y leve. El trayecto que terminaba en la estación de Tigre, cuando la tarde llegaba a su cumbre y esplendor.
Nuestros pasos nos llevaron muy lejos de la gente que se amontonaba en la ciudad turística. Caminamos charlando hasta el furgón del tren y entre risas, delirios y fotografías de otras épocas, echamos mano al instrumento de plata. Las notas comenzaron a flotar sobre la muchedumbre indiferente, prejuiciosa, vestida con múltiples colores.
Cuando la música cesó unos instantes, Hernán me relató el encuentro con un antiguo amor. Los vidrios experimentaban la tensión que producía la voz entrecortada, ajada por las heridas insensibles de un ser que quería recuperar, con lástima, aquello a lo que eligió renunciar, por pobres y efímeros placeres. ¡Ay! ¡Dejar de amar es tan difícil, aun cuando aquellos a quienes amamos se muestren crueles, estúpidos, egoístas!
Él amor no muere, es verdad, pero se daña irreparablemente. Nosotros lo sabemos, ellos, al parecer, no.
No hubo lágrimas ni sollozo; si penas, si suspiros.

Nos bajamos en estación Rivadavia, el día empezó a decaer. La ruta a Ciudad Universitaria era devorada por nuestros pies, que avanzaban con el ritmo de melodías vivas. Pasaron así puentes, caminos, calles, salidas, clubes, veleros recostados sobre aguas amables. Y la calma del paseo no fue interrumpida más que por algún insulto aislado, alguna risa tapada.
Yo me pregunto: ¿Qué tiene de raro ver a dos amigos bailando por Núñez al abrigo de los árboles mientras tocan una flauta traversa?


Ciudad Universitaria estaba desierta. Los tres pabellones reflejaban el mundo quieto con sus ventanales sucios. En el estacionamiento cubierto de ripio un par de coches giraban constantemente buscando una buena ubicación en la nada reinante. El sonido de la flauta se elevó aun más, al rodearse de silencio.
Nos sentamos en lo alto del pabellón II, admiramos el paisaje. Aquello era una postal, un retrato sin rostros, la melancolía en movimiento pausado. El sol caía, algodones blancos y resplandecientes llenaban de pinceladas el lienzo de azules y celestes confusos. Y las melodías tristes de Hernán cobraban fuerza, a pesar de lo tenue de su cadencia, del lento vivir del aire. La imperfección le aportaba al momento ese perfil tan humano, animal y sanguíneo. En el vibrado inconsciente de mi amigo se vislumbraba el dejo del dolor que asolaba su alma, incluso más que en las lágrimas que recorrían sus mejillas.
El día moría en el horizonte, la luna asomaba su fantasmal presencia, también el lucero, y unas pocas estrellas. Pero todo era igual de simple, igual de hermoso a la vez que implacable.
Un Picabuey se posó frente a mi banco, tenía las alas pardas y el pecho inflado por el viento sur. Su alegría cambió un poco la carga emotiva del momento. Cuando voló hacia los pastos del suelo bajo, lo seguí con la mirada. Y entonces mis ojos encontraron los tuyos. Y el corazón quiso salir a tu encuentro.
No puedo describir más. ¿Cómo podría transmitirte con palabras los momentos previos a tu llegada? ¿Acaso entenderías mis delirios, casi de enamorado, al verte, una visión, un sueño irreal que trajo luz inesperada?
Sentía el suave abrazo de lo extraño a mí alrededor, al ver tu figura recortando la Luna sepia, al sentir tu voz girando con vapores de frío intenso. Muchas cosas que quise no sucedieron, otras que no pensé, pasaron a lo lejos.
Tus palabras que se evaporaban, atrapando chispas de agua y luciérnagas invisibles. Esa voz leve, se llevaba mis letras sueltas en la noche temprana. El árbol te llamaba y fuiste, y yo te seguí, solo por verte.
Los chicos daban saltos, corrían sobre las cornisas, en balcones inventados. En lo alto los destellos de alpaca y plata se mezclaban con el tinte dorado, rojizo del sol anciano. Tus ojos de aguamarina, y suspiros que anhelaban paz.

Epifanía de una tarde solitaria. Cuando el sol se iba lentamente, y los algodones parecían pintados en el azul confuso. Las notas acariciaban nuestras almas y algunas, las más largas y cadentes, traían consigo unas pocas lágrimas melancólicas. Al final quedó la Luna opacando las estrellas y nosotros bajo su influjo.

Él, encendido en un torbellino de emociones.
Ella, hermosa y fugaz como un sueño.
Yo, perdido entre tanta belleza irreal.