2.05.2008

Momento

El sábado pasó sin recuerdos firmes en mi memoria. Un día de sol pleno, radiante y cálido. Sin embargo, salvo una practica agradable durante la mañana, el transcurso de las horas se hizo largo y denso. Agravado por la conducta pedante de mi viejo que pierde la cabeza por cosas nimias, estúpidas e inevitables (como un deudor moroso, un caño de agua tapado, una salida malograda); y que en su tarde noche sin promesas, me condujo al encuentro con un viejo amigo.
Con Hernán fuimos a visitar a Nicolás. En su casa pasamos la tarde, al albergue del calor antinatural del calefactor que bramaba en un rincón, hacinados, mientras el olor de una vida estancada nos intoxicaba y apelmazaba el aire alrededor. Cada uno de sus gestos, de sus chistes, anécdotas y lamentos me recordaba quien era, me demostraba que a veces la gente no cambia; apenas crea la ilusión de mudar de piel. Habiendo pasado por una de las peores crisis que puede afrontar un hombre, el seguía ahí, conforme y cómodo, pidiendo compasión, interpretando el rol de víctima del destino cruel, dejándose morir adrede, como si no entendiera lo que los médicos le dicen.
Es triste para mí, para mi amigo, para la madre del chico que nos mira con ojos burlones desde su cama llena de restos de comida y envolturas de caramelo.

Un amanecer límpido trajo el domingo nuevo. Los pájaros, en su mayoría calandrias, saltaban y cantaban contentos en el jardín de mis abuelos, invitando a las flores a salir antes que las hojas.
Ni el desayuno, ni el almuerzo dieron indicios de cambio. Para mi alma, el gris de las nubes ausentes era total, estático. La tristeza, la soledad, la indiferencia y el desgano se unían en perfecta comunión, casi ignorando la belleza de los días de fines de julio.
Llamados perdidos, improbables encuentros y la voz familiar en el teléfono, de mi hermano. Y a su encuentro partí lleno de estupor, como llevado por una fuerza incomprensible y leve. El trayecto que terminaba en la estación de Tigre, cuando la tarde llegaba a su cumbre y esplendor.
Nuestros pasos nos llevaron muy lejos de la gente que se amontonaba en la ciudad turística. Caminamos charlando hasta el furgón del tren y entre risas, delirios y fotografías de otras épocas, echamos mano al instrumento de plata. Las notas comenzaron a flotar sobre la muchedumbre indiferente, prejuiciosa, vestida con múltiples colores.
Cuando la música cesó unos instantes, Hernán me relató el encuentro con un antiguo amor. Los vidrios experimentaban la tensión que producía la voz entrecortada, ajada por las heridas insensibles de un ser que quería recuperar, con lástima, aquello a lo que eligió renunciar, por pobres y efímeros placeres. ¡Ay! ¡Dejar de amar es tan difícil, aun cuando aquellos a quienes amamos se muestren crueles, estúpidos, egoístas!
Él amor no muere, es verdad, pero se daña irreparablemente. Nosotros lo sabemos, ellos, al parecer, no.
No hubo lágrimas ni sollozo; si penas, si suspiros.

Nos bajamos en estación Rivadavia, el día empezó a decaer. La ruta a Ciudad Universitaria era devorada por nuestros pies, que avanzaban con el ritmo de melodías vivas. Pasaron así puentes, caminos, calles, salidas, clubes, veleros recostados sobre aguas amables. Y la calma del paseo no fue interrumpida más que por algún insulto aislado, alguna risa tapada.
Yo me pregunto: ¿Qué tiene de raro ver a dos amigos bailando por Núñez al abrigo de los árboles mientras tocan una flauta traversa?


Ciudad Universitaria estaba desierta. Los tres pabellones reflejaban el mundo quieto con sus ventanales sucios. En el estacionamiento cubierto de ripio un par de coches giraban constantemente buscando una buena ubicación en la nada reinante. El sonido de la flauta se elevó aun más, al rodearse de silencio.
Nos sentamos en lo alto del pabellón II, admiramos el paisaje. Aquello era una postal, un retrato sin rostros, la melancolía en movimiento pausado. El sol caía, algodones blancos y resplandecientes llenaban de pinceladas el lienzo de azules y celestes confusos. Y las melodías tristes de Hernán cobraban fuerza, a pesar de lo tenue de su cadencia, del lento vivir del aire. La imperfección le aportaba al momento ese perfil tan humano, animal y sanguíneo. En el vibrado inconsciente de mi amigo se vislumbraba el dejo del dolor que asolaba su alma, incluso más que en las lágrimas que recorrían sus mejillas.
El día moría en el horizonte, la luna asomaba su fantasmal presencia, también el lucero, y unas pocas estrellas. Pero todo era igual de simple, igual de hermoso a la vez que implacable.
Un Picabuey se posó frente a mi banco, tenía las alas pardas y el pecho inflado por el viento sur. Su alegría cambió un poco la carga emotiva del momento. Cuando voló hacia los pastos del suelo bajo, lo seguí con la mirada. Y entonces mis ojos encontraron los tuyos. Y el corazón quiso salir a tu encuentro.
No puedo describir más. ¿Cómo podría transmitirte con palabras los momentos previos a tu llegada? ¿Acaso entenderías mis delirios, casi de enamorado, al verte, una visión, un sueño irreal que trajo luz inesperada?
Sentía el suave abrazo de lo extraño a mí alrededor, al ver tu figura recortando la Luna sepia, al sentir tu voz girando con vapores de frío intenso. Muchas cosas que quise no sucedieron, otras que no pensé, pasaron a lo lejos.
Tus palabras que se evaporaban, atrapando chispas de agua y luciérnagas invisibles. Esa voz leve, se llevaba mis letras sueltas en la noche temprana. El árbol te llamaba y fuiste, y yo te seguí, solo por verte.
Los chicos daban saltos, corrían sobre las cornisas, en balcones inventados. En lo alto los destellos de alpaca y plata se mezclaban con el tinte dorado, rojizo del sol anciano. Tus ojos de aguamarina, y suspiros que anhelaban paz.

Epifanía de una tarde solitaria. Cuando el sol se iba lentamente, y los algodones parecían pintados en el azul confuso. Las notas acariciaban nuestras almas y algunas, las más largas y cadentes, traían consigo unas pocas lágrimas melancólicas. Al final quedó la Luna opacando las estrellas y nosotros bajo su influjo.

Él, encendido en un torbellino de emociones.
Ella, hermosa y fugaz como un sueño.
Yo, perdido entre tanta belleza irreal.