3.23.2008

Dragones sobre las cruces (1ra parte)

Hoy, si caminas por las calles de algún suburbio en las horas en las que el sol agrieta el hormigón armado y las coloridas, gastadas, troqueladas, baldosas. Probablemente no encuentres más vida que la de los árboles y flores, mascotas y aves. Pero no chicos, ya no. Ahora viven entre paredes con vientos mecánicos y falsas primaveras blancas. Y ven las horas de enero, febrero y marzo pasar frente a las pantallas más variadas, inmersos en la piel de algún mercenario, guerrero, ladrón o mago. Atropellando gente para robarse un auto, o matando humanos y seres en guerras, para variados gobiernos emulados.

Los chicos de esta época cuestionarían mi inteligencia, y mi capacidad mental, o directamente reirían si conocieran acaso mis aventuras de infante, si les relatara cada sorpresa que deparaban las misiones de peligro incuestionable que se llevaban a cabo hace 10 años, en las impenetrables costas del Río San Javier. Con cuatro amigos explorando cada centímetro de monte, costa, arroyo y lago, todos unidos bajo el solo propósito de caminar por senderos inexistentes, de ver animales y no huir ante los más intimidantes. No había rangos de jerarquía, ese tipo de cosas era más propio de gente grande y nunca fuimos nada de eso. Éramos como hermanos, más que eso. El amor familiar no se elige, se acepta. La amistad es un lazo de lealtad donde se puede perder la propia vida en sacrificio por el otro. Como el nudo llano, simple pero imposible de deshacer con fuerza.

Enfrentarse con las zarzas espinosas, las pajas bravas que brotaban debajo de las osamentas y los irregulares árboles de espinillo era lo primero, y como se trata de objetos inanimados, la tarea es un juego de niños. Nos enfundábamos en pesados mantos camuflados, en verdad, más aptos para el furioso verde amazónico, que para los pardos montes del noreste argentino. Cumplían su objetivo al resguardar nuestro cuerpo de aquellas afiladas hojas y aceradas espinas. Claro, había que consumir mucha agua y caminar solo a la sombra de los nogales para evitar el sofocamiento y la insolación.

El trato con los animales era distinto. Si podíamos levantarnos con los primeros rayos del sol, era una marcha obligada recorrer las costas de la laguna que se unía con el arroyo de las Cruces y el Río San Javier. Allá encontramos una mañana un yacaré con sus fauces abiertas, brillando con reflejos de musgo y aguamarina. Atrayendo la energía lumínica como una celda solar viviente. Estaba ahí, inmóvil, como nosotros al encontrarlo, indefenso, aterrador, aletargado, acorralado en la inmensidad del campo por su sangre helada. Con la boca abierta en un ángulo que no parecía posible; un pequeño cocodrilo que para nosotros era un dinosaurio durmiente. Y así pasamos a su lado, con la seguridad efímera de nuestras primitivas armas. Siempre que recorríamos las costas ocurría un hecho similar, porque las serpientes y los reptiles necesitan sustento diurno, del amanecer soleado más que del alimento sólido y líquido. Comprendimos con el pasar de los días que nosotros corríamos menos peligro que ellos. Y, aunque siempre armados con los machetes y una fija (suerte de lanza con dos espigas de acero), pasábamos tranquilos muy cerca de los lagartos oberos y los ofidios. Hasta vimos muy de cerca de una yacaniná de más de 4 metros enroscada en una rama, probablemente digiriendo alguna comida reciente, y a una cascabel con su cara inmóvil sobre el vaivén continuo del agua. Recuerdo que hermosa parecía en ese momento. Las diminutas gotas en sus escamas y el dibujo de luz espejada cambiando, jugando, bailando en su cuerpo. Estática ella en los momentos de un sueño sin palabras, lleno de grises, rojos y muchos otros olores.

El primer fin de semana (en realidad el nombre de los días perdía su significado en ese lugar) salimos a navegar con el bote del dueño del campo. Una embarcación sin ningún lujo, empujada por un motor Villa de 8 caballos, lento, gordo y perezoso; que se quejaba todo el tiempo por llevar tanta carga a lugares que no le interesaban. El casco, azul, gastado y largo, se deslizaba luchando contra la voluntad de la corriente, tanto si esta aumentaba o disminuía el volumen del río.

Llevados por el vibrar del motor, recibimos a la lluvia inesperada y a los vientos cálidos del norte que levantaban aguas y direccionaban camalotes. Fue en esa tormenta de verano que tuvimos la primer situación real de riesgo, con miedo y heridos.

En pleno zamarrear del viento, el choque de las olas hacía imposible el dominio de nuestro móvil acuático. Y, si bien no nos hubiera servido de mucho, casi tiramos por la borda a Santiago, quien había olvidado cargar el ancla, la carnada y los turrones (esto último, rozando lo imperdonable). Conseguimos, a fuerza de remo e insultos acercarnos hasta la costa de uno de los numerosos islotes que se repartían por el Brazo de las Cañitas. Juan Pablo estaba en ese momento en proa y, como el reflujo del agua hacia muy difícil mantenernos pegados a tierra, tuvo que extender su mano para aferrar una protuberancia vegetal de la misma y así asegurar nuestro futuro fuera del agua. Lamentablemente para él, cerró su mano en un puñado de Cortadera, unas plantas que usan bordes afilados y cáusticos para evitar ser comidas por los carpinchos y los ciervos. Nos desprendimos de la margen al tiempo que un grito de dolor apagó el escándalo del Villa, que ahora nos auxiliaba con vehemencia. JuanPa, el más duro del grupo, lloraba y apretaba sus dientes bajo el peso del fuego que se comía su mano. El puño no parecía tener bordes visibles, cerrado con la fuerza de la herida.

“¡dejame ver JuanPa, dijo mi viejo que esto hay desinfectarlo al toque!” Casi gritando dije esas palabras, el ruido del motor, del viento y las olas contra el casco era ensordecedor. Con su rostro asediado por lágrimas, pero lleno de valentía en su mirada descubrió su palma. Los cortes; los recuerdo, horribles, con tiras de piel colgando, fileteadas por una navaja verde y la carne blanca, sin sangre. Parecida a la del pescado. Limpié la herida, sucia por tierra y pasto, con algodón y nafta. Me sentí casi cruel por someter a tal suplicio a mi amigo, me repetía que era necesario, y así continuaba.

La tormenta, lejos de calmar sus ánimos, pareció cobrar nuevas fuerzas al caer la noche invisible sobre las islas castigadas. Todo cuanto ojos humanos podían ver se fue opacando, perdiendo lentamente, sin pausas. La naturaleza demostraba que su obrar es siempre absoluto, inevitable y que nosotros solo éramos testigos, menos importantes por la forma inconsciente de afrontar la situación, sin el saber instintivo de los animales que habitan la tierra y el agua.

Sentado a la izquierda del motor estaba Pablo, aturdido. Su rostro era una amalgama púrpura de enojo, tristeza, dolor, lágrimas y nauseas. Con estoicismo propio de la inconciencia, la mente y el cuerpo soportaban el embate agresivo de los vientos; ya en ráfagas destructivas, ya en suspiros de hielo. Solo la cara tenía vida, sobretodo sus ojos, bolitas de vidrio que gritaban con locura, brillantes perlas encendidas por el veneno hirviente que burbujeaba en su mano. Y estas; enlazadas en mutuo consuelo, como todo él. Acurrucado, rodeado y adormecido por las nubes azulinas de aceites. Sordo, ciego, aletargado, un niño muerto de miedo, carente de vida, de alegría.

La soga de a poco se fue convirtiendo en una maraña de hilos naranja que brillaban de forma sobrenatural en aquel ambiente de oscuridad opalina. Las puntas no se encontraban entre la red que cubría la embarcación, no las reales, solo algunas promesas ilusorias, formadas por los vértices y las aristas de los objetos que las cubrían, debajo de algún bidón, madera, pie. El movimiento constante hacia imposible cualquier búsqueda.

La cuna azul se azotaba y zamarreaba, mecida por algún demonio eufórico. Dentro, nosotros, demasiado asustados para asomarnos por los bordes, para enfrentar a la criatura, tan grande como el río, terrible como el cielo gris.

Nos manteníamos aferrados a las cornamusas cuando nos sorprendió la lluvia eléctrica; sumada al poderío de los vientos y a las lágrimas interminables que nutrían a los líquidos llenos de vida sobre los que también llorábamos confusos.

Cada hilo blanco resplandecía tras las nubes y salía de ellas como los dragones que a veces soñamos surcando el cielo y volando en busca de otros lugares. Cada hilo era pues un relámpago más caliente que el sol, más rápido que el batir de alas de un colibrí y caían en las aguas agitadas y poliformes. Algunos se perdían en líneas perpendiculares a la superficie del Arroyo de las Cruces, o cabalgaban unos metros por el espejo que repetía sus movimientos aleatorios para luego sumergirse como los Biguas hicieran horas antes. Pero los más impresionantes eran los rayos que corrían por las alambradas, atraídos por el acero que cercaba los campos cercanos. Allí caían y avanzaban trazando en su paso el perímetro de las casas y los pastizales, dándonos entre tanta oscuridad una pista de la salida. Solo que, como el dragón, que muestra la salida a un montón de refugiados cuando bien sabe que no tienen fuerza para escapar o para dar pelea por sus vidas.