7.12.2010

Ougi

Levanté un piedra que se cruzaba en mi camino y se detuvo sin sobresaltos, como un gato negro confiado en su naturaleza y, aun así, un objeto estático y muerto. Tontamente me deshice de esa obsidiana pulida, pensando que con eso bastaba para liberar mi camino. En lugar de eso, cai durante dias en el pozo profundo que se escondia debajo de esa trampa para ingenuos, despistados y amantes de Cohelo.

En aquel tunel tibio, veia pasar los paisajes mezclados de todos los campos y rios de mi infancia. Las imagenes de arroyos de pasto, brisas que zumbaban entre los árboles para terminar en algún hueco formando miel y cartones hexagonales casi tan perfectos como el cielo violeta que, suspendido, bañaba a los pájaros con esos soles explosivos y lunas de acero. Hasta que un dia las imágenes se terminaron, justo cuando el sonido de un cuerpo que se desintegra al tocar el piso, taponaba mis oidos. Costó y cuesta reconstituir una vida deshojada después del impacto, pero uno se acostumbra.

El camino nuevo no tenía senderos, pero iba en una dirección. Si miraba hacia atrás solo veia un manchón de sangre y la nada (que era más bien rosa, no blanca o negra) que se extendía fuera del ángulo recto del marmol que delimitaba los márgenes del abismo. Misma piedra negra y filosa, dificíl de transitar con zapatos, hiriente para los pies desnudos.

¿Y a dónde me llevará?