8.25.2006

Río Urbano



Garúa. La suave llovizna diluye los días de agosto, disuelve los corazones de los hombres que caminan apurados. Ellos dirigen sus miradas al suelo, hacia un punto inexistente tres metros por delante. Se esquivan entre si tan ciegos como los murciélagos que vuelan en la noche, alejados de la urbe. Solo cambian chillidos imperceptibles por susurros y pulsos electrónicos.
Sentado en el cordón de la vereda; entre todos los transeúntes, soy un gato en medio de la jauría, soy el lobo blanco pastando con ovejas esponjosas. Pero no me prestan mayor atención. Siguen su marcha, tirando celofanes de vicio, envolturas de amor, sueños y deseos. Caminan absortos, sonámbulos, muertos.
En los alto una línea azul se quiebra, dando forma al relámpago que raja el cielo. El trueno viaja en una ola de vacío que se traga el silencio y despierta a los seres ciegos. Comienzan a desangrarse las nubes.
Se ahogan las palabras, los gritos del pueblo por el repiqueteo de las gotas que golpean el asfalto. Desesperados buscan refugios ocasionales bajo los toldos de los comercios. Algunos secos, otros empapados; gritan, intentando vencer la cortina de agua.
Un perro, al ver los coches detenidos, corre en contramano. Su dueño lo persigue, tropezando a los pocos metros. El río creciente come los zapatos del niño azul, frenando así su carrera.
Arrastrado por la corriente puedo ver a una chica de ojos negros llorando y a un viejo fumar. Los demás no pueden quitar sus mentes del río tempestuoso, de las bocas de tormenta tapadas de basura sin vida.
Escrito para Alberto Laiseca 19/8/06
Matías M. Roude