2.13.2007

Los Zorros

A mi Zorro Gris, gracias por existir.

En la plaza de San Isidro, frente a la catedral que se alza aplacando algunos rayos de sol. Observo a un grupo de jóvenes vivir con alegría alternativa. Inmersos en sus juegos, susurran, se mueven, fuman y se besan bajo las sombras que proyectan las hojas y los troncos robustos de las palmeras. Mientras algunos danzan sobre melodías silenciosas; músicas que habitan en los recuerdos que poseen, otros, los varones, saltan frenéticamente y se golpean emulando la diversión de los animales infantes.
Aquí sentado percibo otras cosas. Sonidos y olores, formas y colores. Se mezclan en el aire, haciendo el respirar un acto placentero.
Es imposible no sentir la rugosidad del suelo, la superficie porosa del empedrado que se dispersa serpenteante, recorriendo cada lugar de la plaza, delimitando los márgenes de paisaje miniatura, de flores en primavera, de arbustos verdosos de un envejecido otoño. Los árboles infantes custodian los bancos (que fueran blancos en otros tiempos), bordeando las calles circundantes. Los diversos caminos de la piedra terminan en su encuentro común con las escaleras centrales, de ornamentos difusos y cicatrices pálidas que solo se pueden apreciar desde la distancia. Al acercarse se pueden ver las pinceladas aleatorias de artistas anónimos.
Mis ojos siguen fijos entre las juntas del piso, en la sustancia que se debate entre el cemento y la argamasa sin encontrar su identidad, dilatando y contrayendo su existencia por el capricho de la temperatura, los delirios del sol y de las lunas. Pero tanto las uniones como el cuerpo de las rocas de despedazan ante el peso invisible que ejerce el alma de los árboles. La presión de las raíces de los pobladores vegetales que actúan como vigilantes en las fronteras de la plaza, cuidando a sus hermanos más pequeños de los juegos de la vida animal. Con fuerza bruta, aunque sin rencor, lentamente recuperan el espacio que les fue negado, o limitado desde su nacimiento; cada día es un paso, cada centímetro los acerca a la libertad.
De las copas casi desnudas bajan cada tanto unos pequeños Zorzales, llevan el ocaso en sus pechos y la luz del sol en sus cuerpos; saltan y realizan cortas carreras en busca de insectos. Y no solo en los pastos tiernos que rodean los olmos, donde buscan a los esquivos Guitarreros, Violinistas u otro coleóptero aletargado, también entre la gramilla húmeda, donde los hombres suelen tirar restos extraños, de dulce sabor. Otros visitantes del preludio invernal son los Carpinteros Reales, vestidos con manchas ocres, llevan bufandas rojas en sus cuellos para protegerse del inminente frío de julio. Ellos parecen seguir los movimientos de seres invisibles que los molestan, de la misma forma que las moscas a los caballos en el campo. Sus pequeños ojos ennegrecidos dibujan parábolas, elipses y curvas junto con la cabeza, y el pico agudo corta el aire tan finamente que no emite sonido alguno, o altera la forma del aire circundante. Así es todo el movimiento del ave, seguro, veloz y tenue, muy tenue.
Un sonido me despierta del hechizo de los pájaros, un tintinear musical que reverbera y se pierde lentamente; pero que aleja todo el ruido de la ajetreada urbe. Se eleva en un vuelo que cubre los árboles, las hojas, la gente, las rocas, para llevarme en sus alas cortas, desplumadas y efímeras, y encerrarme en otro sueño de cristal.
Es mi anillo, se desliza y cae, abandona el dedo mayor cuando siente la necesidad de revelarme los pasajes entre las mentes dormidas. Miro hacia abajo y veo el circulo metálico, destellando un hilo redondo, perfecto, de plata blanca y fría. Esta sobre los bloques de ladrillo, descansando inmóvil, deteniendo el tiempo y el espacio en el instante en que mis ojos se encuentran con el amplio mundo que se esconde en el interior del anillo. Allí me sumerjo y me pierdo…

No me gustan las transformaciones, son inconstantes en los sueños y casi imposibles de controlar. Son sueños escasos, mas siempre me encuentro con alguno; como aquella vez que me convertí en lobo en la mente de un cazador, y fui perseguido durante días en sucesos recurrentes de aquella conciencia enferma, que trataba de probarse elevada y digna de la admiración de otros hombres. Sin embargo esta no parece ser la fantasía de una forma humana, en este mundo donde nuestras almas toman formas que escapan a sus recipientes en el plano real, cualquier ente guarda un cambio probable, la proyección de sus miedos o deseos; a veces, hasta los remanentes de otros estados del tiempo.
Aquí, ahora, soy un zorro colorado de las llanuras argentinas, parado en un verde pastizal, siento el viento en todo mi cuerpo y el latir presuroso del corazón fulgurante que guarda mi pecho, y los olores de las hierbas, el pasto; el aire me inunda de texturas y sabores.
Camino, primero con paso sereno, que transformo en un rítmico trotar, sonrío en estos momentos, independientemente de los acontecimientos del sueño, estoy disfrutando de tan magnífica sensación. Músculos extraños que tiran de los miembros, tendones que me dan una fuerza desconocida, un impulso que me promete una velocidad sin límites, una carrera abierta a la inmensidad. Y me disparo, a tratar de conquistar el horizonte ¿Qué importa alcanzarlo? Cada tramo me envuelve más y más en la embriagadora sed de libertad, el calor sube hasta mis orejas y escucho el silbido del aire contra cada cerda de pelo.
Detengo mi marcha muy lejos del punto de partida, con jadeos, lleno del cansancio rejuvenecedor que se siente después de la alegría y el júbilo. Me recuesto observando la caída del sol rojizo, bajo la sombra alargada de un roble muy viejo, plantado por alguien en el nacer de los tiempos. Mientras el ocaso tiñe las nubes, recuerdo que el paseo mágico no es eterno, que ciertamente no soy su dueño, siquiera quien imagino este pasaje onírico en el plano astral. Yo no soy Morfeo.
Se aproximan otros animales, una voz desprovista de lengua me lo dice, y al mover mi cabeza siguiendo sus indicaciones, veo a un perro muy joven, parece ser un Border Colie, solo que su mirada es más salvaje y lobuna. Se acerca rápidamente, contra el viento sus patas parecen impulsarse sobre el aire, sin tocar la tierra. Ya sus ojos clavados en mi, me busca, me encuentra y acelera su marcha. Y el corazón palpita en mi pecho a un ritmo endiablado, pero mis miembros son cuatro figuras de plomo, aferrados al suelo con las raíces del miedo. Hay un estallido y el cánido parece encenderse en una flama negra, se convierte en un haz oscuro presto a golpearme con toda la fuerza de su masa en movimiento. Es inevitable el quiebre, no hay tiempo para la reacción…
…mas al llegar el fuego se apaga y un humo opaco y helado me atraviesa, dejándome petrificado, con las patas y las manos inmóviles y el cerebro incrédulo.
Fue más real de lo que pude haber imaginado. La ira y el temor silvestre.
Otra imagen me avisa de una presencia viviente. En un repentino brote de lucidez atino a esconderme detrás del tronco del majestuoso árbol. No se me permite intervenir demasiado, apenas soy un observador casual, sin derechos o poderes, muy vulnerable a los cambios impredecibles e incontrolables de la imaginación y la materia.
Desde la seguridad relativa del escondite improvisado, puedo ver como las estrellas iluminan el cielo claro de la noche temprana. Una en particular brilla con intensidad opacando a las hermanas circundantes, emite un velo escarlata que parece un ojo felino dilatando su pupila, hasta que forma una esfera perfecta en lo alto. Entonces otra explosión rubí, un nuevo haz de luz que traza una línea desde el espacio al suelo e impacta sin consecuencias, sin sonidos, en la superficie monótona de la llanura, a pocos metros del gran roble. Y desde el éter sanguíneo nace una vida, de dilatado pasado, una figura que descansa en cuatro patas en la llanura, al noreste de mi escondite. Es un zorro gris, sus ojos parecen agujeros negros que intentan absorber las almas con indiferencia. No son negros, se nota en ellos los vestigios de la supernova escarlata; la inmensidad del cosmos y el calor de las estrellas se ven a través de las ventanas del aura. El animal, ahora sentado, espera…

Un poco agazapado, salgo sigilosamente del círculo protector. Camino de costado fijando mi atención en la forma del recién llegado. Es impresionante su coloración; un gris constante, adornado con olas de marfil y destellos perlados en las patas, con bordes azabache en la punta de las orejas, dos juguetones triángulos intranquilos. Los bigotes blancos protegen la nariz húmeda, que ostenta un diminuto punto, justo en medio y debajo de la mancha negra de la frente, como si fuera el negativo del pelaje malacara de los caballos. Es un animal muy joven; me lo dice la mirada penetrante, el perfume de su aliento y el brillo del pelaje. Es un ser de belleza absoluta.
El agujero oscuro del aura del zorro me atrae, quiero verlo de cerca y saber de sus pensamientos. Quizás por seguir este impulso hago oídos sordos a la advertencia del guardián de Morfeo, quien me prohibiera intervenir en los sueños ajenos.
Me acerco hasta que percibo el respirar tranquilo de una presencia que no teme ni espera nada. No logro tocarlo, algo me apresa desde los costados; son varios lazos que parecen tener vida. Las vivaces fibras abrazan mi piel y la queman, produciendo un dolor muy intenso, similar al de las pajas venenosas que cortan la piel de la gente en el sur del Paraná, solo que ahora es un fuego continuo, lacerante.
Los ojos toman el color de la sangre, continúan observando con impotencia. El espectador gris no puede moverse, su respirar es intranquilo, sus músculos inquietos. El deseo de ayuda lo invade, la desesperación del ver sufrir a un semejante sin poder impedirlo, lo angustia.
Más lucho, más hilos se incrustan en mi carne, y desaparecen cuando ya han perforado la piel, me retuerzo, giro y entonces la trampa muestra toda su crueldad al envolverme por completo. La sensación de desvanecimiento aparece acompañada del calor húmedo de la sangre en mi pelaje; cuando caigo completamente atrapado, y mi hocico expulsa una mezcla de aire y sangre que levanta un poco de tierra seca.
Ahora es mi compañero quien se mueve, luchando contra una voluntad invisible, dirige sus pasos hasta donde yazgo, entre temores y desesperación. Entonces la presión en mis músculos cesa, veo como miles de serpientes de luz amarilla se elevan de mis carnes ultrajadas. Se yerguen como Cobras, amenazan a la manera de las hienas a las que un intruso quiere robar alimento, y sin meditarlo más se lanzan contra mi hermano gris. Sin más alternativa, este emprende una carrera vertiginosa, alejándose con dirección sudeste hacia el horizonte desdibujado por la noche. Porque ahora las nubes también cubrían el fulgor de las estrellas y el faro solar de la luna llena.
En plena oscuridad son visibles las estelas de luz que persiguen lo invisible. Dan bruscos giros y curvas, aceleran y frenan la marcha ante el capricho de un fantasma demasiado astuto para ser apresado. Esos cabellos encendidos movidos por un viento huracanado, están cazando. Pero su presa es esquiva, y parece volar por los aires, tan escondida como en la tierra. En un intento apasionado, llevadas por la ira, las luces se elevan muy alto. Siguen tras la estela de humo, siguen, hasta que el cielo las atrapa. Entonces los miles de hilos se apagan, dejando tras de si las siluetas de sus movimientos frenéticos.
Tirado, libre de las cadenas, herido en cada músculo y nervio. Apenas puedo respirar, el líquido coagulado tapa los pequeños orificios de mi nariz. Tengo cientos de cortes, el dolor me dice la ubicación precisa de todos ellos. Hasta la vista cae dentro de una nebulosa rojiza, creo que por el desangramiento pierdo lentamente los sentidos. El guardián me dijo que podía morir en los sueños ¿será eso posible?
Unos pasos acolchonados me sacan un poco del letargo. El sonido se repite, rebota contra los pelitos de mi oreja sana, y repercute en el oído. Frente a mi se sienta el Border Colie, y el zorro gris regresa para descansar su mentón en mi cabeza.

La voz de un muchacho me despierta. Es uno de los chicos que estaba observando mas temprano en la tarde, su figura ennegrecida y viril se posa insolente frente a mi cara. Y la suya expresa la sorpresa del momento. Él me mira como si todavía en mi cabeza se movieran las orejas puntiagudas, en busca de retener mejor los sonidos.

-¿tenes un pucho?-dice apresurado
-No, no fumo. Disculpá- le contesto.

Así alzo mi anillo y lo devuelvo a su hogar en el dedo mayor izquierdo. Así me repongo del sueño, mi sueño…supongo que no duelen tanto las heridas.

Delante el camino espera.