9.25.2006

Piñón Ciego

- ¿Sabés a que me hace acordar todo esto?
- Uff, ¿lo del payaso, de nuevo?
- Se. Ya se que lo conté 1000 veces, pero es inevitable, macho. El tipo se pasó de rosca.
- Dale, contá que acá el amigo Mariano nunca lo escuchó.
- Hará 3 años, cuando estaba terminando el secundario, acompañe a mi vieja al hospital a buscar unos estudios. Antes había estado practicando Kendo con los pibes, y todavía tenía la hakama puesta…
- ¿Kendo? ¿Esa cosa que haces con los palos?
- ¿Cosa? ¿Cosa? Es esgrima ¡mamerto!
- ¿Qué hacías vestido así en la calle?
- Estaban clausurados los vestuarios del poli, ¡no me iba a cambiar en los pasillos!
Bueno, pero la cosa es que, cuando volvíamos del hospital, a la altura de las estación de San Isidro, se sube un payaso. O sea, era un busca, vestido como un Piñón Fijo venido a menos.
Se para frente a todos y dice: “Buenos días señores pasajeros; yo no les voy a mentir, no soy ni de una granja de rehabilitación, ni tengo sida. Simplemente salgo a divertir a la gente a cambio de una colaboración que me ayude a mantener a mi familia.” Entonces, el chabón empieza a contar unos chistes malísimos y del año del culo…
- che, ¡contate uno!
- No me acuerdo bien. Creo que uno terminaba diciendo: “yo no puedo tomar mucho té, porque después ando meandoTÉ.”
- Por diosss, ¡es el mismo con el que roba tu viejo!
- Contó cuatro o cinco, y se puso a repartir esos caramelos masticables de Once.
- eeehh, ¿Los piñateros?
- see, esos. Son horripilantes, además estaban todos derretidos. Tené en cuenta que era noviembre y con el traje ese, debe fermentar el tipo.
Bue, la joda era que te saludaba cuando te daba los caramelos, y si podía te gastaba el degenerado. A una mujer le dijo: “¡Hola, Mercedes Sosa, cantate algo!
- ¿Y la mina que hizo?
- Nada, se quedó ahí, con la cara violeta.
- Colorada, querrás decir.
- Nop, no te dije que le puso Mercedes Sosa.
- Jajaja, cierto.
- “a buenoo, miren; ¡un Samurai y Xuxa en el mismo asiento!” Eso fue cuando nos vio a nosotros. Y ustedes conocen a mi mamá. Es morocha, muy morocha. ¡Casi me lo como crudo!
- Eso te pasa por ser del proletariado, nene. Si fueras un bacán que se maneja en descapotables como José, no tendrías que lidiar con la mersa de los transportes públicos.
- ¡Chupame el culo, Mariano!
- ¡No se peleen, che!
No te imaginas la pinta del payaso. Era un gordo desagradable, se le escapaba la buseca entre el pantalón rojo y la camisa a cuadros. Y tenía esa barba de tres días asomando por el maquillaje. Un asco.
- Yo se que es un comentario de vieja; pero hay cada cosa en los trenes y los colectivos.
- Pará, que hay más. Unos meses más tarde me lo encontré en el Mitre. ¡Se paseaba por el tren haciéndose el ciego, el hijo de puta! Cuando pasó cerca mío, le amague, como para darle un sopapo… ¡y se cubrió! Los pasajeros lo querían linchar.
- Vos también, Hernán. Con lo difícil que es ganarse el pan honestamente.
- Vivimos en épocas muy contemporáneas, Marianito.

9.18.2006

Resonar Urbano

Para un hombre que fue criado en el campo abierto, a la sombra de los montes, encomendado a los ríos, cambiar aquellos lugares inmensos por la fría monotonía asfáltica, debió ser un sufrimiento muy grande. Quizás imposible de explicar al naturalmente insensible civil urbano, quien ha crecido entre maquinas que transpiran grasa y expelen humos de ineficiente combustión. Niños que solo ven pájaros huyendo de animales callejeros o de las amenazas mecánicas, desorientados entre sonidos ácidos, oxidados, artificiales.
El muchacho que añora su juventud, hoy transcurre su tiempo con banqueros, proveedores, transportistas, tasadores, veterinarios. Cada tres meses los mismos trámites; las corridas, el apuro. En esos 3 o 4 días que pasaba en Buenos Aires, sentía que la ciudad se alimentaba de su sangre, como una nube de mosquitos que rodea al ganado.
En el subte, en la combinación para ir a retiro, su cuerpo es llevado por el mar de gente. Entre el calor y los golpes solo se escuchan frases repetidas y los sonidos variados de los teléfonos celulares. Él los detesta, tiene un equipo para comunicarse con empleados y clientes, quizás esa falta de paz también le irrita, la necesidad de una comunicación que no dice nada.
La situación se repite en el tren que lo lleva a Tigre, a las 6 de la tarde, las hordas ciudadanas emprenden el retorno cotidiano, se apelmazan; luchando desesperadamente por un asiento, o, al menos, una buena ubicación. En su falta de interés para con otros, llenan el vagón furgón, dejando fuera a los vehículos de dos ruedas que gritan improperios en cada estación.
Llegando a San Isidro, en un suspiro coordinado de la población ferroviaria, el hombre siente el rítmico loop de su teléfono móvil. Un ente anónimo le dice del otro lado del éter, que no hay pasajes hasta el viernes. El fastidio en su cara tiene razón; es lunes. Tampoco ayuda el ver que las 4 llamadas perdidas eran de su hijo, quien no supo gritar lo suficiente para apagar el bullicio bonaerense.
Cae la tarde, cuando llega a su casa en Tigre. El sol se despide y hasta puede escuchar el canto de alguna Calandria posada en los plátanos de la vereda. Cansado, se sienta en los escalones del frente, el perro a sus pies no duerme, observa, como su dueño un lugar que no esta delante de sus ojos abiertos.
Se escucha el sonar del teléfono que atraviesa la puerta blanca, demandando atención. El hombre se incorpora, sin violencia o enfado, entra a la casa con el animal; se acalla el sonido y salen.
Los amigos permanecen en la escalerilla hasta la noche temprana. Ahora solo uno mira, el otro juega con unas perlitas oscuras, bajo el influjo lunar.

9.03.2006

Totoro

El niño se prepara para su exploración, como tantas otras veces. Solo que ahora, la misión no lo lleva por los enmarañados senderos del bosque que vive en el jardín, ni en busca de los tesoros que esconde el tiempo bajo las arenas de la plaza. El niño se enfrentará al ser que vive bajo su cama, cumpliendo el desafió de sus compañeros de 1er grado, haciendo caso omiso a las advertencias de su cruel tío Martín; el mismo que le propiciara esos dolorosos tirones de oreja en sus cumpleaños.
Mientras le pone las pilas a una linterna de bincha, repasa los lugares que revisó en travesías anteriores. El armario, el altillo; a todos había llegado, espada en mano, para enfrentarse a ese demonio que se lo comería tarde o temprano. “te traga entero como una víbora”, le decía Martín. Pero él no sentía temor, la espada se la había hecho su abuelo de la madera de un árbol antiguo y sabía que podía vencer al monstruo, al fantasma, de un solo golpe.
Antes que nada se aseguró que su abuela, escaleras abajo, dormía. Al ver un libro descansando en la cara de la mujer, quedó satisfecho. Después cerró la puerta y como no tenía llave, acomodó un montón de juguetes y ropa a modo de obstáculo; “para que no se me pueda escapar”, pensó.
No había más luz en la habitación que la débil llama de la linterna, cuando se echó de panza bajo la cama.
La decepción fue instantánea. No era para menos, lo único que había en ese lugar era la caja de un juego de ajedrez que nunca había abierto, medias multicolores, y algún autito de chapa. Ningún fantasma, ni siquiera una desagradable serpiente, solo cosas normales.
Ya estaba saliendo, arrastrándose hacia atrás cuando la luz de su frente empezó a fallar, titilando un pálido amarillo sepia. Tenía las manos a los costados así que la golpeó un poco contra el elástico de la cama; pero se olvidó del tirante y se lo dio de lleno en el medio de la cabeza. Soltó la espada y comenzó a frotarse torpemente, por la incomoda posición. Cuando pudo alzar la vista en busca del arma, la moribunda luz dio vida a un par de puntos vidriosos, apenas visibles, pequeños. Delante de él los ojos del monstruo lo miraban fijo, inexpresivos, fríos. Era presa fácil, a oscuras e indefenso en un lugar que apenas conocía, la entrada era la única salida. Con desesperación se arrastró hasta sacar su cuerpo del techo de madera, se incorporó y corrió hasta la puerta. Antes de llegar, tropezó con una pila de frazadas, aunque esta caída le sirvió para encontrar la tecla de las lamparitas.
Ya con la luz pudo salir de la habitación, para luego correr por el pasillo llamando a la señora que dormía entre letras, escaleras abajo.

* * *

Bajo la cama perfectamente armada, por la magia que producía el reflejo del piso lustrado, se veía al dueño de los ojos brillantes. Con sus labios dibujados, un diminuto conejo de peluche sonreía, como si supiera.