9.03.2006

Totoro

El niño se prepara para su exploración, como tantas otras veces. Solo que ahora, la misión no lo lleva por los enmarañados senderos del bosque que vive en el jardín, ni en busca de los tesoros que esconde el tiempo bajo las arenas de la plaza. El niño se enfrentará al ser que vive bajo su cama, cumpliendo el desafió de sus compañeros de 1er grado, haciendo caso omiso a las advertencias de su cruel tío Martín; el mismo que le propiciara esos dolorosos tirones de oreja en sus cumpleaños.
Mientras le pone las pilas a una linterna de bincha, repasa los lugares que revisó en travesías anteriores. El armario, el altillo; a todos había llegado, espada en mano, para enfrentarse a ese demonio que se lo comería tarde o temprano. “te traga entero como una víbora”, le decía Martín. Pero él no sentía temor, la espada se la había hecho su abuelo de la madera de un árbol antiguo y sabía que podía vencer al monstruo, al fantasma, de un solo golpe.
Antes que nada se aseguró que su abuela, escaleras abajo, dormía. Al ver un libro descansando en la cara de la mujer, quedó satisfecho. Después cerró la puerta y como no tenía llave, acomodó un montón de juguetes y ropa a modo de obstáculo; “para que no se me pueda escapar”, pensó.
No había más luz en la habitación que la débil llama de la linterna, cuando se echó de panza bajo la cama.
La decepción fue instantánea. No era para menos, lo único que había en ese lugar era la caja de un juego de ajedrez que nunca había abierto, medias multicolores, y algún autito de chapa. Ningún fantasma, ni siquiera una desagradable serpiente, solo cosas normales.
Ya estaba saliendo, arrastrándose hacia atrás cuando la luz de su frente empezó a fallar, titilando un pálido amarillo sepia. Tenía las manos a los costados así que la golpeó un poco contra el elástico de la cama; pero se olvidó del tirante y se lo dio de lleno en el medio de la cabeza. Soltó la espada y comenzó a frotarse torpemente, por la incomoda posición. Cuando pudo alzar la vista en busca del arma, la moribunda luz dio vida a un par de puntos vidriosos, apenas visibles, pequeños. Delante de él los ojos del monstruo lo miraban fijo, inexpresivos, fríos. Era presa fácil, a oscuras e indefenso en un lugar que apenas conocía, la entrada era la única salida. Con desesperación se arrastró hasta sacar su cuerpo del techo de madera, se incorporó y corrió hasta la puerta. Antes de llegar, tropezó con una pila de frazadas, aunque esta caída le sirvió para encontrar la tecla de las lamparitas.
Ya con la luz pudo salir de la habitación, para luego correr por el pasillo llamando a la señora que dormía entre letras, escaleras abajo.

* * *

Bajo la cama perfectamente armada, por la magia que producía el reflejo del piso lustrado, se veía al dueño de los ojos brillantes. Con sus labios dibujados, un diminuto conejo de peluche sonreía, como si supiera.

2 comentarios:

preGho dijo...

me gustó...



y los conejos de peluche saben demasiado... (es decir, más de lo que quisiéramos creer)

emilia dijo...

Ya te dije, pero remarco mi curiosidad por lo que la fantasía convertía en interesante. La niñez es, quizá, la edad más prodigiosa.